EL LUGAR ACUOSO


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Jamás tendremos
viajes espaciales. Y lo que es más, ningún extraterrestre aterrizará nunca en la Tierra... Al menos ninguno más.
No me estoy mostrando simplemente pesimista. A decir
verdad, el viaje espacial es posible, y los extraterrestres han aterrizado. Lo sé. Las astronaves cruzan el espacio entre un millón de mundos, pero nunca llegaremos a ellos. Eso también lo sé. Y todo a causa de un ridículo error.
Me explicaré.
Fue en efecto un error de Bart Cameron, por lo demás
muy comprensible. Bart Cameron es el sherif de Twin Gulch, Idaho, y yo, su delegado. Bart Cameron, hombre de por sí impaciente, se impacienta todavía más cuando ha de efectuar su declaración de renta. Cosa natural, ya que, además de su cargo de sherif, posee un almacén -que él mismo regentea-, tiene intereses en un rancho de ovejas, hace algún trabajo de experimentación, disfruta de una pensión por ser un veterano inválido (una rodilla estropeada) y otras cosas por el estilo, lo cual lógicamente complica su declaración de renta.
No le iría tan mal si permitiera que algún recaudador de
impuestos le llenara los impresos, pero insiste en hacerlo personalmente, lo cual le convierte en un hombre amargado. Hacia el 14 de abril, está inabordable.
Así, no pudo ocurrir nada peor que él hecho de que el platillo
volante aterrizara justo el 14 de abril de 1956.
Yo lo vi aterrizar. Mi
silla estaba apoyada contra la pared, en el despacho del sherif, y me hallaba mirando a las estrellas a través de las ventanas, sintiéndome demasiado perezoso para volver a mi tienda y preguntándome si debía presentar mi dimisión y largarme o quedarme escuchando las maldiciones y juramentos de Cameron, mientras repasaba sus columnas de cifras por ciento-vigésimo-séptima vez.
Al principio semejaba una estrella fugaz. Luego, la estrella de luz se ensanchó en
dos chorros parecidos a escapes de cohete, y por último el objeto descendió con suavidad y sin detenerse, sin un sonido. Una hoja seca habría producido un murmullo más fuerte al caer y chocar contra el suelo. Dos hombres salieron del aparato.
Fui incapaz de decir ni hacer nada; ni tragar saliva ni apuntar con el dedo, ni siquiera desorbitar los
ojos. Me quedé sentado e inmóvil.
¿Y Cameron? Ni siquiera alzó la
vista.
Hubo un golpe en la
puerta, que no estaba cerrada y acabó de abrirse, entrando los dos hombres del platillo volante. Yo habría pensado que se trataba de unos ciudadanos cualquiera, de no haber visto el artefacto aterrizar en la maleza. Llevaban trajes de un tono gris que recordaba el carbón vegetal, con blancas camisas y guantes marrones. Calzaban zapatos negros y lucíansombreros flexibles del mismo color. Eran de tez oscura, pelo negro y ondulado y ojos castaños. Sus caras y miradas mostraban una expresión de gran seriedad, y medían alrededor del metro cincuenta. Tenían un gran parecido.
¡Dios, qué espantado me sentía!
Cameron, en
cambio, alzó la vista al abrirse la puerta y frunció el entrecejo. Creo que, de ordinario, habría reído hasta saltársele el botón del cuello de la camisa al ver indumentarias como aquéllas en Twin Gulch, pero se hallaba tan absorto en la redacción de sus impresos que ni siquiera esbozó una sonrisa.
—¿En qué puedo servirles? —preguntó, dando unas palmadas sobre los impresos de la declaración, en evidente señal de que no disponía de
mucho tiempo.
Uno de los dos individuos se adelantó.
—Hemos mantenido a su gente bajo observación durante mucho tiempo.
Pronunciaba cada
palabra cuidadosamente y como por separado.
—¿A mi gente? Toda mi familia se reduce a mi
mujer. ¿En qué lío se ha metido?
El
tipo prosiguió:
—Escogimos esta
localidad para nuestro primer contacto debido a su aislamiento y su tranquilidad. Sabemos que es usted el jefe aquí.
—Soy el sherif, si se refiere a eso. Vamos, escúpalo. ¿Qué les sucede?
—Hemos puesto gran
cuidado en adoptar su forma de vestir, incluso su aspecto.
—¿Esa es mi forma de vestir?
Sin duda, se había fijado en los atavíos de aquellos seres por
primera vez.
—La forma de vestir de su
clase social dominante. También hemos aprendido su idioma.
Por la expresión de Cameron, se vio que se encendía una luz en su cerebro:
—¡Ah! ¿Son ustedes extranjeros?
A Cameron le importaban un comino los extranjeros, no habiendo conocido a muchos de ellos a no ser en el ejército, pero por regla general procuraba mostrarse amable con ellos.
—¿Extranjeros? —repitió el hombre del platillo—. Pues sí, realmente lo somos. Venimos del
lugar acuático que vuestro pueblollama Venus.
Yo estaba reuniendo fuerzas para pestañear, pero no me condujo a nada. Había visto el platillo volante. Lo había visto aterrizar. ¡Tenía que creer en sus palabras! Aquellos hombres... o más bien aquellos seres... provenían de Venus.
Pero Cameron nunca pestañeaba.
—Está bien —dijo—. Se encuentran en Estados Unidos. Todos tenemos los mismos derechos, sin que importen la
raza, el credo, el color o la nacionalidad. Estoy a su servicio. ¿En qué puedo serles útil?
—Deseamos que tome disposiciones inmediatas para que los hombres importantes de sus Estados Unidos, como los llaman ustedes, vengan aquí para entablar las discusiones conducentes a la adhesión de su pueblo a nuestra organización.
Cameron empezó a ponerse
rojo.
—¿Que nuestro pueblo se adhiera a su organización? Formamos parte de la ONU, y Dios sabe de cuántas más. ¿Y se imaginan que voy a traer al
presidente aquí, eh? ¿Ahora mismo? ¿A Twin Gulch? ¿Mediante un mensaje urgente?
Me miraba como si buscara una sonrisa en mi cara, pero me hubiera caído al suelo de retirarme la silla en que estaba sentado.
—La rapidez es muy de desear manifestó el hombre del platillo.
—¿Y desea que acudan también los componentes del Congreso? ¿Y los senadores?
—Si cree que servirán de alguna ayuda...
Cameron estalló. Golpeando con el puño los impresos de su declaración de renta, aulló:
—¡Pues ustedes no me sirven de ninguna y no dispongo de tiempo para atender a
todos los chiflados que se presenten por aquí, en especial si son extranjeros! ¡Váyanse al diablo! Y pronto. Si no desaparecen inmediatamente, les meteré en chirona por perturbar la paz. ¡Y no les dejaré salir en su vida!
—¿De modo que quiere que nos marchemos? —preguntó el hombre de Venus que llevaba la voz
cantante.
—¡Y en seguidita! ¡Váyanse a paseo por
donde han venido y no vuelvan nunca más! No quiero verles otra vez por aquí. Ni a ustedes ni a nadie por el estilo.
Los dos hombres se miraron. En sus caras hubo una serie de ligeras contracciones. Después, el mismo que había llevado todo el tiempo la voz cantante afirmó:
—Puedo ver en su mente que realmente desea con gran intensidad que se le deje
solo. No entra en nuestras costumbres forzar a participar en nuestra organización a quien no lo desea. Respetamos su aislamiento y nos vamos. No volveremos. Dispondremos un círculo de prevención en tomo a su pueblo. Nadie entrará en él, y tampoco su gente podrá traspasarlo.
—¡Oiga usted! —barbotó Cameron—. Ya estoy harto de tantas tonterías, así que voy a
contar hasta tres...
Los dos venusianos giraron sobre sus talones y se marcharon, y yo supe que todo cuanto habían dicho
era cierto. Les estuve escuchando, cosa que Cameron no hacía, debido a que sólo pensaba en su declaración de renta. Para mí fue como si oyese sus, mentes... ¿Comprenden lo que quiero decir? Sabía que crearían una especie de valla en tomo a la Tierra que nos mantendría como en un corral, impidiéndonos abandonarla y que otros entrasen en ella. Lo sabía.
Cuando ambos individuos desaparecieron,
recuperé el habla... Demasiado tarde.
—¡Cameron! —chillé—. ¡Por el
amor de Dios, venían del espacio! ¿Por qué los ha despedido?
—¿Del espacio? —repitió, mirándome con fijeza.
—¡Mire! —aullé.
No sé cómo lo conseguí, pesando como pesa trece kilos más que yo, pero le cogí del cuello de la camisa y casi lo arrastré hasta la ventana.
Estaba demasiado sorprendido para resistirse. Cuando recuperó lo bastante el sentido como para dar aparentes muestras de que iba a asestarme un puñetazo, reparó en lo que acontecía en el exterior, a través de la ventana, y se quedó sin respiración.
Los dos individuos entraban en aquel
momento en el platillo volante, grande, redondo, reluciente y poderoso. Se alzó un poco,ligero como una pluma. Surgió un fulgor rojo anaranjado en uno de sus lados, fulgor que se tomó cada vez más brillante, al tiempo que la nave se hacía más pequeña, hasta convertirse de nuevo en una estrella fugaz, que fue desvaneciéndose lentamente.
—¿Sherif, por qué los ha despedido? —insistí—. Tenían que ver al presidente. Ahora no volverán nunca más.
—Pensé que eran extranjeros —se disculpó Cameron—. Han dicho que habían tenido que
aprender nuestro idioma. Y hablaban de una manera muy chusca.
—Claro, claro... Extranjeros.
—Ellos lo confirmaron. Parecían italianos. Yo pensé en efecto que eran italianos.
—¿Cómo podían ser italianos? Han dicho que venían del planeta Venus. Les he oído muy bien. Eso es lo que han dicho.
—¡El planeta Venus...!
Los ojos de Cameron se abrieron desmesuradamente, redondeándose como los de un búho.
—Eso es. Lo denominaron lugar acuático, o algo
semejante. Ya sabe que Venus tiene gran cantidad de agua.
Así que ya ven. Se debió sólo a un error, un estúpido error del tipo que cualquiera puede cometer. Pero a causa de él, la Tierra no conseguirá nunca efectuar viajes espaciales. Jamás aterrizaremos en la Luna, ni nos visitarán de nuevo los venusianos. Y todo por culpa de Cameron y su maldita declaración de renta.
Entretanto, él murmuraba:
—¿Venus? ¡Cuando hablaron del lugar acuático, pensé que se referían a Venecia!

Isaac Asimov

Los besos que yo te dí

Los besos que yo te di

Aunque entres en una alberca
de agua fría y arrayanes
que tenga disuelta dentro
columnas, estrellas y aires;
aunque con buriles nuevos
acuñen nueva tu imagen,
y un sayón bartolomeo
piel a túrdigas te arranque;
aunque nacieras de nuevo
en el vientre de tu madre
y el Padre Santo de Roma
de nuevo te acristianase,
los besos que yo te di
no te los quitará nadie,
que vas reluciendo besos
pregonando su linaje,
brillando y oscureciendo
como una luna en dos fases
que nunca mata el creciente
porque no quiere el menguante.

La saliva de mis besos
no se te pegó a la carne.

Si se te hubiera pegado
arrancarla, fuera fácil
y pisotearla luego,
cosas de buenos amantes;
pero no fue pegadiza,
no fue postura de traje
que en una feria, se compra
y en otra feria, se añade,
y cuando pasa, se cambia
conforme cambia el paisaje,
como un catorce de mayo
que no quiere sofocarse.
La saliva de mis besos
te cimentó, la raigambre,
la respiraron tus huesos,
la comieron tus ijares
te clareó las entrañas,
te hizo crecer y esponjarte
como crecen y se esponjan
los chopos al agua fácil;
lo canijo de tu vida
tuvo un apoyo de jaspe:
mis besos; el hambre tuyo
dejó de ser malas hambres
con mis besos; el horizonte
sin causa, tuvo su lumbre.
Tu palabra sin engarce
tuvo gramática, ¡besos!,
que son, más que besos, frases
de un evangelio de lumbre
con nuestras dos iniciales.
Ahora di: ¿Qué tienes tú
que no estuviera unido,
unido a mis besos antes.
Eras cañamazo torpe,
hilaza que se deshace
y en los labios tuve agujas
divinas para bordarte,
de la camisa al pañuelo,
desde el tuétano a la carne.
Que tu eras humo dormido
que no acierta a despejarse,
y yo te mostré mi joyel
en ese fanal de besos
altos, densos, claros, graves
y dentro de él relucías
-tú, que eras tristeza mate-,
como reluce una hostia
que acaba de consagrarse,
que es pan y no es pan, porque
se amasó de eternidades.
Anda, quítate mis besos,
date alquitrán y vinagre,
entra en un río de greda
o en una selva de sables,
busca otros besos que pongan
a los míos antifaces.
Qué habrías de conseguir? Di,
si habrían de machacarte
y en el polvo de tus huesos
estarían mis señales.

El agua se irá burlada,
la lumbre quemará en balde,
se mellarán las navajas,
caerán las caretas fáciles,
te señalarán cien dedos,
dianas de los cobardes,
te gastarás, en mentidos
esfuerzos de escaparte
a aun allí, estarán mis besos,
fundidos en tu raigambre.
Y hasta el día que la tierra
con otra tierra te tape,
por debajo del montón
mis besos han de notarse,
vivos, aunque te hayas muerto,
nuevos, aunque tú los gastes,
calientes, aunque te enfríes,
verdad, aunque los negaste,
para que Dios te conozca
por lo bizarro del traje
y sean los besos míos
al cabo, los que te salven.

La sospecha

Un hombre perdió su hacha; y sospechó del hijo de su vecino. Espió la manera de caminar del muchacho, exactamente como un ladrón. Observó la expresión del joven, como la de un ladrón. Tuvo en cuenta su forma de hablar, igual a la de un ladrón. En fin, todos sus gestos y acciones lo denunciaban culpable de hurto.

Pero más tarde, encontró su hacha en un valle. Y después, cuando volvió a ver al hijo de su vecino, todos los gestos y acciones del muchacho parecían muy diferentes de los de un ladrón.

Lie Dsi

Tire tu cariño al rió.

«Mira si soy desprendío
que ayer, al pasar el puente,
tiré tu cariño al río».



Y tú bien sabes por qué
tiré tu cariño al río:
porque era hebilla de esparto
de un cinturón de cuchillos;
porque era anillo de barro
mal tasao y mal vendío,
y porque era flor sin alma
de un abril en compromiso,
que puso, en zarzas y espinas,
un fingimiento de lirios.

Tiré tu cariño al río,
porque era una planta amarga
dentro de mi huerto lírico.


Tiré tu cariño al agua,
porque era una mancha negra
sobre mi fachada blanca.


Tiré tu cariño al río
porque era mala cizaña
quitando savia a mi trigo;

y tiré todo tu amor,
porque era muerte en mi carne
y era agonía en mi voz.


Tú fuiste flor de verano,
sol de un beso, luz de un día;
yo te cuidaba en mi mano,


y en mi mano te acunaba,
y tu, por pagarme, herías
la mano que te cuidaba.


Pero al hacerlo, olvidabas
(tal vez por ingenuidad),
que te di mis sentimientos
no por tus merecimientos
sino por mi voluntad.


Yo no puse en compraventa
mi corazón encendío;
y has de tener muy en cuenta


que mi cariño no fue
ni comprao ni vendío,
sino que lo regalé.


Porque yo soy desprendío;
por eso te di mi rosa
sin habérmela pedío.


Porque yo soy desprendío
y doy las cosas sin ver
si se las han merecío.


Por eso te di mi vela,
te di el vino de mi jarro,
las llaves de mi cancela
y el látigo de mi carro.


Ya ves si soy desprendío
que ayer, al pasar el puente,
tiré tu cariño al río.