Lo antiguo y lo definitivo Ensayo 15



Hace unas tres semanas (en el momento de escribir esto) asistí a un seminario en un lugar al norte del Estado de Nueva York, un seminario sobre las comunicaciones y la sociedad. Yo no tenía mucho que hacer, pero estuve allí cuatro días, así que tuve la oportunidad de enterarme de las actividades que se estaban desarrollando.
La primera noche asistí a una conferencia excepcionalmente buena dictada por un caballero extraordinariamente inteligente y encantador, que trabaja en el campo de las cintas de vídeo. Con argumentos atractivos, y en mi opinión, irrefutables, afirmó que las cintas de video representaban la tendencia del futuro en el campo de las comunicaciones, o al menos una de las tendencias.
Señaló que los programas comerciales destinados a cubrir los tremendos gastos de las cadenas de televisión y de los terriblemente ávidos anunciantes no tenían más remedio que atraer a audiencias de decenas de millones de espectadores.
Como todos sabemos, los únicos programas que tienen alguna posibilidad de agradar a entre veinticinco y cincuenta millones de personas son los que evitan cuidadosamente la posibilidad de ofender a nadie. Cualquier cosa que pudiera darles un poco de sabor o de variedad ofendería a alguien y se habría perdido la partida.
Así que sólo sobreviven las papillas insípidas, no porque sean especialmente agradables, sino porque tienen buen cuidado de no resultar desagradables para nadie.
(Bueno, a algunas personas, como a usted y a mí, por ejemplo nos desagradan, pero cuando los magnates de la Unidad contabilizan el número de ustedes y yoes , y de gente como nosotros, el resultado final les provoca desdeñosas carcajadas.)
Pero las cintas de video, capaces de complacer a los paladares más peculiares, solo venden contenido, y no tienen por que enmascararlo con un barniz falso y costoso o con la presencia de alguna renombrada estrella del espectáculo. Si se lanza una cinta sobre estrategias de ajedrez con símbolos de las piezas de ajedrez moviéndose sobre un tablero, no es necesario añadir nada más para vender un número x de copias a un número x de fanáticos del ajedrez. Si cada cinta se vende a un precio que cubra los gastos de su edición (más un honrado margen de beneficios) y si el número de ventas está de acuerdo con lo fijado, entonces todo va bien. Es posible que alguna cinta venda menos de lo previsto, pero también es posible que otra venda mucho más de lo que se esperaba.
Para abreviar, el negocio de las cintas de vídeo sería bastante parecido al de las editoriales.
El orador expuso este punto con toda claridad, y lo dijo: «El manuscrito del futuro no será un fajo de papeles torpemente mecanografiados, sino una secuencia de imágenes hábilmente fotografiada», no pude evitar removerme inquieto en mi silla.
Es posible que al moverme llamara la atención sobre mi persona ya que estaba sentado en la primera fila, porque el orador añadió acto seguido: «Y los hombres como Isaac Asimov se quedarán anticuados y serán sustituidos por otros»
Como es natural, di un brinco, y todo el mundo se rió alegremente ante la ocurrencia que yo pudiera quedarme anticuado y fuera reemplazado por otro.
Dos días más tarde el orador que iba a hablar aquella tarde llamó desde Londres para comunicar que le era imposible salir de la ciudad, así que la encantadora dama que dirigía el seminario vino a verme y me pidió dulcemente que lo sustituyera.
Como es natural, dije que no tenía nada preparado, y como es natural ella dijo que todo el mundo sabía que no necesitaba prepararme para dar una conferencia maravillosa, y como es natural, me ablandé ante los cumplidos, y como es natural aquella tarde me levanté y como es natural di una conferencia maravillosa. Todo fue muy natural.
Me resulta imposible contarles qué es lo que dije exactamente, porque, como todas mis charlas, fue improvisada; pero, por lo que recuerdo, en esencia era algo así:
Como hacía dos días que un orador nos había hablado de las cintas de vídeo, presentándonos la fascinante y deslumbrante imagen de un futuro en el que las cintas de video y los satélites dominarían el panorama de las comunicaciones, yo me disponía a servirme de mis conocimientos de ciencia-ficción para explorar un futuro aún más lejano y hablaría de cómo podrían fabricarse cintas de video con métodos mejores y más refinados, haciéndolas aún más sofisticadas.
En primer lugar, el orador nos había mostrado que las cintas tenían que ser decodificadas por un aparato bastante caro y voluminoso, que transmitía las imágenes a una pantalla de televisión y el sonido a un altavoz.
Evidentemente, todo el mundo esperaría que este equipo auxiliar fuera haciéndose más pequeño, más ligero y transportable. En el fondo, lo que se esperaría es que acabara por desaparecer y que se integrara a la misma cinta.
En segundo lugar, para que la información contenida en la cinta se transforme en imágenes y sonido es necesario un gasto de energía que redunda en perjuicio del medio ambiente. (Como cualquier gasto de energía; aunque su uso es inevitable, hay que evitar utilizarla más de lo estrictamente necesario.)
Por consiguiente, es razonable esperar que disminuya la cantidad de energía necesaria para decodificar las cintas.
En último término, esperaríamos que disminuyera tanto como para llegar a desaparecer por completo.
Por tanto, podemos imaginarnos una cinta que fuera completamente transportable y autónoma. Seria necesario emplear energía en su fabricación, pero no en su utilización, y tampoco sería necesario un equipo especial para su uso posterior. No sería necesario enchufarla en la pared ni cambiarle las pilas, y podría ser transportada para ser vista en el lugar en que cada uno encontrara más cómodo: en la cama, en el cuarto de baño, en un árbol o en el ático.
Una cinta de video de estas características produce sonidos, como es natural, y también desprende luz. Evidentemente su usuario debe recibir con claridad las imágenes y el sonido, pero sería un inconveniente que molestara a otras personas que posiblemente no estarían interesadas en su contenido. Idealmente, esta cinta autónoma y transportable sólo tendría que ser vista y oída por el usuario.
Por muy sofisticadas que sean las cintas existentes en la actualidad en el mercado o previstas para un futuro próximo, siempre tienen necesidad de controles. Tiene que haber una palanca o un interruptor para encenderlas y apagarlas, y otros para controlar el color, el volumen, el brillo, el contraste y todas esas cosas. Mi idea es que esos controles pudieran ser manejados, en la medida de lo posible, por la voluntad.
Me imagino una cinta que deje de correr en el momento en que se aparte la mirada. Permanece parada hasta que se le vuelve a prestar atención, momento en el cual vuelve a ponerse en marcha inmediatamente. Me imagino una cinta que corre más deprisa o más despacio, hacia adelante o hacia atrás, a saltos o con repeticiones, dependiendo únicamente de la voluntad del usuario.
Admitirán ustedes que una cinta de estas características constituye un perfecto sueño futurista: autónoma, transportable, sin consumo de energía, absolutamente privada y controlada en gran medida por la voluntad.
Ah, pero soñar no cuesta nada, así que seamos prácticos. ¿Es posible la existencia de una cinta así? Mi respuesta es: si, naturalmente.
La siguiente pregunta es: ¿cuántos años habrá que esperar antes de conseguir una cinta tan increíblemente perfecta?
También tengo respuesta para eso, y una respuesta bastante concreta. La conseguiremos dentro de menos de cinco mil años, porque lo que acabo de describir (como es posible que hayan adivinado), ¡es el libro!
¿Estoy haciendo trampas? ¿Acaso usted opina, amable lector, que el libro no es la cinta más refinada posible, ya que sólo ofrece palabras y no imágenes, que las palabras sin imágenes son un tanto unidimensionales y están divorciadas de la realidad, que es imposible que las palabras por sí solas nos transmitan información relativa a un universo que se manifiesta en imágenes?
Bien, vamos a considerar la cuestión. ¿La imagen es más importante que la palabra?
No cabe duda que si sólo tenemos en cuenta las actividades puramente físicas del hombre, el sentido de la vista es con diferencia la manera más importante que tenemos de reunir información sobre el Universo. Si me dieran a elegir entre correr por un terreno escabroso con los ojos vendados y un sentido del oído muy agudo o con los ojos abiertos y sin poder oír nada, sin ninguna duda preferiría utilizar los ojos. De hecho, si tuviera los ojos cerrados, pondría la máxima atención en cualquier movimiento que realizara.
Pero el hombre inventó la palabra durante las primeras fases de su desarrollo. Aprendió a modular el aliento al espirar, y a utilizar distintas modulaciones del sonido como símbolos establecidos de objetos materiales y de diferentes acciones y, lo que es mucho más importante, de conceptos abstractos.
Por último, aprendió a codificar los sonidos modulados en señales visibles que podían ser traducidas mentalmente a sus sonidos correspondientes.
Un libro, no es necesario que lo diga, es un dispositivo que contiene lo que podríamos llamar un «discurso almacenado».
El lenguaje constituye la diferencia fundamental entre el hombre y los demás animales (excepto quizás el delfín, que posiblemente haya desarrollado un lenguaje, pero no un sistema para almacenarlo).
El lenguaje y la capacidad potencial de almacenarlo no sólo distinguen al hombre del resto de las especies vivas ahora o en el pasado; además es algo que todos los hombres tienen en común. Todos los grupos conocidos de seres humanos, por muy «primitivos» que sean, saben hablar y utilizar un lenguaje. He oído decir que algunos pueblos «primitivos» utilizan lenguajes muy complejos y sofisticados.
Lo que es más, todos los seres humanos con una mentalidad incluso inferior a la normal aprenden a hablar a una edad temprana.
Como el lenguaje es el atributo universal de todo el género humano, ocurre que nos llega más información, en nuestra calidad de animales sociales, a través del lenguaje que a través de las imágenes.
Y no estoy hablando de cantidades ni siquiera similares. El lenguaje y las formas de almacenarlo (la palabra escrita o impresa) constituyen la fuente abrumadoramente mayoritaria de la información que obtenemos, hasta tal punto que sin ella estaríamos indefensos.
Para poner un ejemplo, pensemos en un programa de televisión, normalmente compuesto de imágenes y lenguaje, y vamos a preguntarnos qué ocurre cuando prescindimos de aquéllas o de éste.
Supongamos que oscurecemos la imagen y dejamos puesto el sonido. ¿No seguiremos teniendo una idea bastante aproximada de lo que está ocurriendo? Es posible que en algunos momentos haya mucha acción y poco sonido, dejándonos frustrados ante la pantalla oscura y en silencio, pero si se supiera por anticipado que no se iba a ver la imagen, sería posible añadir algunos comentarios, y nos enteraríamos de todo.
De hecho, la radio está basada únicamente en el sonido; se servia del lenguaje y de «efectos sonoros». Es decir, en algunos momentos el diálogo se servia de artificios para compensar la falta de imágenes: «ahí viene Harry. Oh, no ha visto el plátano. Oh, ha pisado el plátano. Ahí va.» Pero, por lo general, no era difícil enterarse. No creo que ningún oyente de la radio echara realmente de menos la falta de imágenes.
Pero volvamos a la televisión. Quitemos ahora el sonido y dejemos la imagen intacta: perfectamente enfocada y a todo color. ¿Qué es lo que sacamos en limpio? Muy poco. Ni todas las expresiones de emoción de los rostros, ni todos los gestos apasionados, ni todos los trucos de la cámara, dirigiéndose aquí y allá, son capaces de transmitirnos más que una vaga idea de lo que está ocurriendo.
Además de la radio, que utilizaba únicamente el lenguaje y sonidos diversos, estaban las películas mudas, que eran sólo imágenes. Los actores de estas películas, que no disponían del sonido ni del lenguaje, tenían que «emocionar». O los ojos relampagueantes; o las manos que se llevaban a la garganta, que se agitaban en el aire, que se alzaban al cielo; o los dedos que apuntaban confiadamente hacia el cielo, o firmemente hacia el suelo, o airadamente hacia la puerta; o la cámara que se acercaba para enseñarnos la piel de plátano en el suelo, el as en la manga, la mosca en la nariz. Y, con todos los recursos de la inventiva visual en sus manifestaciones más exageradas, ¿qué es lo que ocurría cada quince segundos? La acción se detenía por completo y aparecían unas palabras en la pantalla.
Esto no quiere decir que no sea posible comunicarse, en cierto modo, sirviéndose únicamente de los recursos visuales: utilizando imágenes pictóricas. Un mimo hábil como Marcel Marceau o Charlie Chaplin o Red Skelton es capaz de hacer maravillas; pero la razón que les observemos y aplaudamos es precisamente que sean capaces de comunicar tanto sirviéndose únicamente de imágenes.
De hecho, nos divertimos jugando a las charadas, intentando que otras personas adivinen una frase sencilla que nosotros «representamos». No sería un juego tan popular si no exigiera mucho ingenio, y aun así, los jugadores idean series de señales y estratagemas que (lo sepan o no) se sirven de los mecanismos del lenguaje.
Dividen las palabras en sílabas, indican si una palabra es larga o corta, utilizan sinónimos y sonidos similares. Al hacerlo, están sirviéndose de imágenes visuales para hablar.
Sin valerse de ningún truco relacionado con alguna propiedad del lenguaje, sirviéndose únicamente de los gestos y las acciones, ¿serían ustedes capaces de comunicar una frase tan sencilla como «Ayer hubo un atardecer muy bonito, rosa y verde»?
Claro que ustedes podrían objetar que una cámara de cine puede fotografiar una hermosa puesta de sol. Pero para ello es necesario invertir una gran cantidad de tecnología, y no estoy seguro que eso les informara que la puesta de sol fue así ayer (a menos que la película truque el calendario, que también es una forma de lenguaje).
O piensen en esto: las obras de Shakespeare fueron escritas para ser representadas. La imagen era parte esencial de ellas. Para apreciar todo su sabor, hay que ver a los actores y observar sus acciones. ¿Cuánto dejarían de entender si asisten a una representación de Hamlet y cierran los ojos, concentrándose únicamente en escuchar?
¿Cuánto dejarían de entender si se tapan los oídos y se concentran únicamente en mirar?
Una vez que he expuesto claramente mi creencia que un libro, formado por palabras y no por imágenes, no pierde demasiado por esta falta de imágenes y, por tanto, es más que razonable considerarlo como una variante tremendamente sofisticada de una cinta de video, voy a cambiar de terreno y a servirme de un argumento aún mejor.
Un libro no carece de imágenes en absoluto: tiene imágenes. Lo que es más, imágenes mucho mejores, al ser personales, que cualquiera de las que la televisión podría ofrecernos jamás.
¿Acaso no acuden imágenes a su mente cuando está leyendo un libro interesante? ¿Acaso no ven mentalmente todo lo que está ocurriendo?
Esas imágenes son suyas. Le pertenecen a usted y sólo a usted, y son infinitamente mejores para usted que aquellas que otros le presentan sin que se lo pida.
Una vez vi a Gene Kelly en Los tres mosqueteros (la única versión que he visto que se mantiene razonablemente fiel al libro). La pelea de espadachines entre D'Artagnan, Athos, Porthos y Aramis, por un lado, y los cinco hombres de la guardia del cardenal, por el otro, que ocurre casi al principio de la película, era verdaderamente maravillosa.
Por supuesto, se trataba de un baile, y disfruté muchísimo con él... Pero Gene Kelly, por mucho talento de bailarín que tenga, no encaja en la imagen de D'Artagnan que yo tengo en la cabeza, y durante toda la película me sentí a disgusto porque violentaba «mi» visión de Los tres mosqueteros.
Esto no quiere decir que, en ocasiones, no resulte que un actor encaja exactamente con nuestra propia visión.
Resulta que para mí Sherlock Holmes es precisamente Basil Rathbone. Pero es posible que para usted Sherlock Holmes no sea Basil Rathbone; podría ser Dustin Hoffman. ¿Por qué tendrían todos nuestros millones de Sherlock Holmes que encajar en un único Basil Rathbone?
Ya ven, por tanto, por qué un programa de televisión, por maravilloso que sea, nunca podrá proporcionar tanto placer, ser tan absorbente y ocupar un lugar tan importante en la vida de la imaginación como un libro. Para ver el programa de televisión sólo tenemos que poner la mente en blanco y sentarnos apáticamente mientras nos dejamos invadir por el despliegue de imágenes y sonidos, sin que nuestra imaginación intervenga para nada. Si hay otras personas viéndolo, también se dejan llenar hasta arriba exactamente de la misma manera, todas ellas, y con exactamente las mismas imágenes sonoras.
En cambio, el libro exige la colaboración del lector.
Insiste en que tome parte en el proceso.
Al hacerlo, nos ofrece una interrelación de la que el lector dispone a su gusto según sus necesidades, que se ajusta exactamente a sus características y a su idiosincrasia.
Cuando leemos un libro, creamos nuestras propias imágenes, los sonidos de las diferentes voces, los gestos, las expresiones y emociones. Creamos todo excepto las mismas palabras. Y si la creación nos produce algún placer, el libro nos ha dado algo que el programa de televisión es incapaz de darnos.
Además, si diez mil personas leen el mismo libro al mismo tiempo, no obstante cada una de ellas crea sus propias imágenes, sus propias voces, sus propios gestos, expresiones y emociones. No será un solo libro, sino diez mil libros. No será obra exclusivamente de su autor, sino el producto de la interacción del autor con cada uno de los lectores por separado.
Por tanto, ¿qué es lo que podría sustituir al libro?
Admito que el libro puede sufrir alteraciones en algunos aspectos secundarios. Hubo una época en que se escribía a mano; ahora se imprime. La tecnología de la publicación de libros impresos ha progresado de mil maneras, y es posible que en el futuro los libros puedan visualizarse electrónicamente en la pantalla de televisión de nuestras casas.
Pero en último término, nos encontraremos a solas con la palabra impresa, y ¿qué podría sustituirla?
¿No estaré tomando mis deseos por realidades? ¿No será que como me gano la vida con los libros no quiero aceptar el hecho que los libros puedan ser reemplazados por otra cosa? ¿Me estaré limitando a inventar argumentos ingeniosos para consolarme?
Nada de eso. Estoy seguro que los libros no serán sustituidos en el futuro, porque no lo han sido en el pasado.
Desde luego, hay muchos más espectadores de televisión que lectores de libros, pero esto no es ninguna novedad. Los libros siempre han sido una actividad minoritaria. Había muy poca gente que leyera antes de la televisión y antes de la radio y antes de cualquier cosa que se les pueda ocurrir.
Como he dicho, los libros son absorbentes y exigen una cierta actividad creativa por parte del lector. No todo el mundo, en realidad muy pocas personas, están dispuestas a dar lo que éstos requieren, así que no leen ni leerán. No renuncian a ello porque el libro les decepcione de algún modo, sino por naturaleza.
La verdad es que me gustaría insistir en que leer es difícil, excesivamente difícil. No es como hablar, algo que hasta los niños que no tienen una inteligencia normal aprenden sin necesidad de un programa de enseñanza consciente. Basta con el impulso de imitación que se manifiesta a partir del primer año.
Por el contrario, leer requiere un cuidadoso aprendizaje que pocas veces tiene éxito.
El problema es que nos engañamos a nosotros mismos con nuestro concepto de lo que es saber leer y escribir. Casi todo el mundo puede aprender (si lo intenta con bastante interés y durante el tiempo suficiente) a leer las señales de tráfico y comprender las instrucciones y los avisos y carteles, y a descifrar los titulares de los periódicos. Siempre que el mensaje impreso sea corto y razonablemente sencillo y que la motivación para leerlo sea grande, casi todo el mundo sabe leer.
Y si esto es saber leer, entonces casi todos los norteamericanos saben leer. Pero si luego nos preguntamos por la razón por la que tan pocos norteamericanos leen libros (parece ser que el norteamericano medio que ha completado los estudios primarios no lee ni siquiera un libro al año), nos estamos engañando con nuestra interpretación de lo que es saber leer.
Pocas personas de las que saben leer, en el sentido de ser capaces de leer un cartel de PROHIBIDO FUMAR, llegan a familiarizarse con la palabra impresa y a realizar con facilidad el proceso de decodificar rápidamente las pequeñas y complicadas formas que representan sonidos modulados hasta el punto de estar dispuestos a emprender una lectura prolongada, como, por ejemplo, la de abrirse camino por un marasmo de mil palabras consecutivas.
No creo que esto se deba únicamente a un fallo de nuestro sistema educativo (aunque Dios sabe que es un fallo). No es de esperar que si, por ejemplo, se enseña a todos los niños a jugar al béisbol, todos ellos lleguen a ser jugadores de béisbol de primera clase, o que todos los niños que aprenden a tocar el piano se conviertan en pianistas de talento. En casi todos los campos del esfuerzo humano aceptamos la idea que es necesaria la existencia de un cierto talento que puede ser alentado y desarrollado, pero que no es posible crear de la nada.
Bueno, en mi opinión, la lectura también es un talento.
Se trata de una actividad muy difícil. Permítanme que les cuente cómo la descubrí.
De adolescente leía de vez en cuando revistas de historietas, y mi personaje preferido, si les interesa saberlo, era Scrooge McDuck . En aquella época las revistas de historietas costaban diez centavos, pero por supuesto yo las leía gratis porque las cogía del quiosco de mi padre.
Aunque siempre me asombraba que alguien pudiera ser tan tonto como para pagar diez centavos cuando bastaba con hojear la revista en el quiosco durante un par de minutos para leérsela entera.
Después ocurrió que un día iba a la Universidad de Columbia en el metro; estaba agarrado a mi correa en un vagón atestado de gente y no tenía nada a mano para leer.
Afortunadamente, la chica que iba sentada frente a mí estaba leyendo una revista de historietas. Era mejor que nada, así que me coloqué de manera que pudiera ver las páginas y leerlas al mismo tiempo que ella. (Afortunadamente, puedo leer al revés con tanta facilidad como al derecho.)
Pasaron algunos segundos y pensé: ¿por qué no le da la vuelta a la página?
Por fin, lo hizo. Tardaba varios minutos en acabar cada doble página, y mientras estaba observando sus ojos que iban de una viñeta a la siguiente y sus labios que murmuraban cuidadosamente cada palabra, tuve una súbita revelación.
Estaba haciendo lo que yo haría si estuviera descifrando palabras inglesas escritas en caracteres hebreos, griegos o cirílicos. Como no conozco estos alfabetos más que por encima, primero tendría que reconocer cada letra, recordar su sonido, luego unirlas y después reconocer la palabra.
Luego tendría que pasar a la siguiente palabra y hacer lo mismo. Después de haber descifrado varias palabras de este modo, tendría que volver atrás e intentar combinarlas.
Pueden apostar a que en esas circunstancias yo leería bien poco. La única razón que lea es que cuando miro una línea impresa inmediatamente veo las palabras ya formadas.
Y la diferencia entre el lector y el no-lector se va haciendo cada vez mayor con el paso de los años. Cuanto más lee un lector, más información va acumulando, más amplía su vocabulario y más se va familiarizando con las diversas alusiones literarias. Cada vez le resulta más fácil y más divertido leer, mientras que al no-lector cada vez le resulta más difícil y menos gratificante.
El resultado es que hay, y que siempre ha habido (sea cual sea el supuesto nivel cultural de una sociedad determinada) lectores y no-lectores; aquellos constituyen una pequeña minoría de, supongo, menos del uno por ciento.
He calculado que unos cuatrocientos mil norteamericanos han leído alguno de mis libros (de una población de doscientos millones), y yo soy considerado, y yo mismo me considero, un autor de éxito. Si se vendieran dos millones de ejemplares de un libro determinado en todas las ediciones estadounidenses, seria un notable éxito de ventas, y esto sólo significaría que un uno por ciento de la población de los Estados Unidos se habría animado a comprarlo.
Además, estoy seguro que al menos la mitad de los compradores no conseguirían hacer otra cosa que recorrerlo a trompicones para encontrar los pasajes subidos de tono.
Estas personas, estos no-lectores, estos receptores pasivos de entretenimiento, son terriblemente volubles. Pasan de una cosa a otra, buscando continuamente algún dispositivo que les dé el máximo posible y les exija el mínimo esfuerzo.
De los juglares a los actores de teatro, del teatro a las películas, de las películas mudas a las sonoras, del blanco y negro al color, del tocadiscos a la radio y de nuevo al tocadiscos, de las películas a la televisión y luego a la televisión en color y luego a las cintas de vídeo.
¿Qué importa?
Pero mientras tanto esa minoría de menos del uno por ciento se mantiene fiel a los libros. Sólo la palabra impresa puede exigirles tanto, sólo la palabra impresa puede obligarles a mostrarse creativos, sólo la palabra impresa puede adaptarse a sus deseos y necesidades, sólo la palabra impresa puede darles lo que no podría darles ninguna otra cosa.
Puede que el libro sea un invento antiguo, pero también es definitivo y nada convencerá a los lectores que lo abandonen. Se mantendrán como minoría, pero se mantendrán.
Así que, a pesar de lo que dijo mi amigo en su conferencia sobre las cintas de video, los autores de libros no se quedarán nunca pasados de moda ni serán sustituidos. Puede que escribir no sea una buena manera de hacerse rico (¡oh, bueno, y qué importa el dinero!), pero siempre existirá como profesión.

Nota
En ciertos aspectos, éste ha resultado ser el artículo que más éxito ha tenido. Se ha reeditado más a menudo que ningún otro, y hasta se han llegado a publicar frases escogidas en marcadores para libros, distribuidos gratis por las bibliotecas.
Por supuesto, hay quien ha dicho que al defender el libro obraba en interés propio, que estaba intentando fomentar el consumo de aquello mediante lo cual me gano modestamente la vida.
Si es así, estoy demostrando que soy terriblemente poco eficaz. Si lo único que me preocupara fuera hacerme rico, no intentaría hacerlo pregonando las excelencias de los libros en un sesudo artículo. Escribiría novelas llenas de sexo, violencia y perversión. Así me iría mucho mejor. O me iría a California a escribir guiones, jugar al tenis y bañarme en la piscina. Así también me iría mucho mejor.
El hecho que no haga esas cosas y que siga escribiendo mis artículos aquí, en Nueva York, puede ser una señal que efectivamente me gustan los libros por si mismos, y que me parece que tienen que ser leídos en beneficio del lector mucho más que en beneficio del autor.

Isaac Asimov

El principe feliz

Custodiando a la ciudad desde lo alto de una columna, se encontraba la estatua del Príncipe Feliz. Estaba totalmente cubierta con finas hojas de oro puro, como ojos lucía dos zafiros brillantes, y un enorme rubí fuego centelleaba en la empuñadura de su espada.

Todos lo admiraban intensamente.

Es tan hermoso como una veleta aseguró uno de los concejales del pueblo, quien pretendía ganarse la reputación de ser gran admirador del arte—, aunque un poco inútil agregó por temor a que algunas personas pudieran considerarlo un hombre poco práctico, cosa que no era.

—¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz? preguntó una madre sensata a su hijo que lloraba por la luna—. A él nunca se le ocurriría llorar por nada.

Qué bueno que haya alguien realmente feliz en el mundo se quejó desencantado un hombre, mientras contemplaba la magnífica estatua.

Parece un ángel dijeron los niños del orfanato al salir de la catedral vestidos con sus túnicas escarlata y sus delantales blancos e impecables.

¿Cómo lo saben? respondió el profesor de matemáticas—. Nunca han visto uno.

¡Ah! Pero sí los hemos visto, en sueños.

El profesor de matemáticas frunció el seño, y su semblante se tornó severo, porque no aprobaba los sueños de los niños.

Una noche sobrevoló la ciudad una pequeña golondrina. Sus amigas habían iniciado viaje hacia Egipto seis semanas atrás, pero ella se había quedado atrás, porque se había enamorado del más hermoso junco. Lo había conocido al comenzar la primavera, cuando volaba río abajo persiguiendo una polilla rubia y carnosa. Tanto lo había atraído la figura esbelta del junco que había parado a hablar con él.

¿Puedo amarte? preguntó la golondrina, a quien le gustaba ir al punto. El junco le hizo una profunda reverencia. Ella voló una y otra vez en círculos alrededor, tocando el agua con sus alas y haciendo ondulaciones de plata. Aquel cortejo duró todo el verano.

Es una relación ridícula piaron las otras golondrinas—. No tiene nada de dinero y demasiados familiares.

Ciertamente, el río estaba repleto de juncos.

Cuando llegó el otoño, las golondrinas se marcharon. Tras su partida se sintió sola, y empezó a cansarse de su amado.

No tiene temas de conversación se dijo, y me temo que es vanidoso porque siempre está coqueteando con el viento.

En efecto, siempre que corría brisa, el junco le hacía graciosas reverencias.

Admito que es hogareña continuó—, pero yo amo viajar. A mi esposo, por consiguiente, también tiene que gustarle. ¿Vendrás conmigo? le preguntó al fin. Pero el junco negó con la cabeza, estaba muy apegado a su hogar.

Has estado jugando conmigo gritó ella. Me voy hacia las pirámides. ¡Adiós! y se fue.

Voló todo el día; por la noche arribó a la ciudad.

¿Dónde puedo alojarme? dijo—. Espero que la ciudad haya hecho los preparativos.

Entonces vio la estatua sobre la columna.

Me guareceré allí exclamó—, es una buena posición, con mucho aire fresco.

Y aterrizó justo entre los pies del Príncipe Feliz.

Tengo una habitación de oro susurró mirando a su alrededor, mientras se preparaba para ir a dormir. Pero justo cuando estaba a punto de acomodar su cabeza debajo de un ala, una gran gota de agua cayó sobre él.

¡Qué raro! se dijo; no hay una sola nube, las estrellas brillan claras, y sin embargo llueve. El clima en el norte de Europa es muy desagradable. Al junco le gustaba la lluvia, pero era sólo por egoísmo.

Entonces cayó otra gota.

¿Para qué sirve una estatua si no puede protegerme de la lluvia? se quejó—. Debo buscar una buena chimenea y se dispuso a volar.

Pero antes de abrir sus alas, cayó una tercera gota. Miró hacia arriba, y entonces lo vio... ¡Ah! ¿Qué estaba viendo?

Los ojos del Príncipe Feliz estaban llenos de lágrimas, y lágrimas corrían por sus mejillas doradas. Su cara se veía tan hermosa bajo la luz de la luna que la pequeña golondrina sintió mucha pena.

¿Quién eres? preguntó.

Soy el Príncipe Feliz.

¿Entonces por qué lloras? Me has empapado.

Cuando estaba vivo y tenía un corazón humano respondió la estatua, no conocía las lágrimas, puesto que vivía en el Palacio de Sans-Souci, donde al dolor no se le permite entrar. Durante el día jugaba con mis compañeros en el jardín, y por la tarde lideraba el baile en el salón principal. El jardín estaba rodeado por un muro alto, pero nunca me interesó preguntar qué había atrás. Todo era tan perfecto. Mis cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz, y realmente lo era, si el placer es sinónimo de felicidad. Así viví y así morí. Ahora que estoy muerto me han puesto aquí, tan alto, que puedo ver toda la fealdad y miseria de la ciudad. Y aunque mi corazón está hecho de plomo no puedo dejar de llorar.

¿Cómo? ¿Pero no es de oro macizo? —se preguntó por lo bajo la golondrina. Era demasiado educada como para hacer semejante comentario en voz alta.

—Allá lejos— continuó la estatua en una suave voz musical—, allá lejos, en una callejuela, hay una casa humilde. Una de las ventanas está abierta, y puedo ver una mujer sentada a la mesa. Su cara consumida, sus manos rojas y ásperas, todas pinchadas por la aguja, porque es costurera. Está bordando pasionarias en un vestido de gasa que usara la más bella de las damas de honor de la Reina en el próximo baile de la corte. Sobre la cama, en una esquina de la habitación, su hijito yace enfermo. Tiene fiebre y pide naranjas. Su madre no tiene nada para darle, más que agua del río, así que él llora. Golondrina, golondrina, pequeña golondrina, ¿no le llevarías el rubí de mi espada? Mis pies están sujetos a este pedestal y no me puedo mover.

—Me esperan en Egipto —respondió la golondrina—. Mis amigos están volando Nilo arriba y Nilo abajo, y hablando con las grandes flores de loto. Pronto se irán a dormir a la tumba del gran emperador. El emperador está allí mismo, dentro de su sarcófago pintado, envuelto en lino amarillo y embalsamado con especias. Lleva al cuello una cadena de jade verde claro, y sus manos son como hojas marchitas.

—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —rogó el príncipe—. Quédate esta noche conmigo y se mi mensajera. El niño tiene tanta sed, y la madre está tan triste.

—No estoy segura de que me gusten los niños —respondió la golondrina—. El verano pasado, siempre que estaba sobre el río, dos niños violentos, los hijos del molinero, me lanzaban piedras. Nunca lograron golpearme, desde luego; las golondrinas volamos demasiado bien como para que puedan hacerlo. Además, provengo de una familia famosa por su agilidad. Aún así, su comportamiento era una falta de respeto.

Pero el Príncipe Feliz se veía tan triste que la golondrina sintió lástima.

—Hace mucho frío aquí —dijo finalmente—, pero me quedaré contigo por esta noche, y te serviré de mensajera.

—¡Gracias, pequeña golondrina!

Entonces la golondrina tomó el gran rubí rojo de la empuñadura de la espada del Príncipe, y se fue volando sobre los techos del pueblo con la piedra en el pico.

Voló sobre la torre de la catedral, donde había esculpidos maravillosos ángeles blancos. Voló sobre el palacio y escuchó el sonido de la música de baile. Una joven muy bella salió al balcón con su amado.

—¡Qué hermosas son las estrellas —le dijo él—, y qué hermoso es el poder del amor!

—Espero que mi vestido esté listo a tiempo para el baile. Le mandé a bordar pasionarias, pero las bordadoras son tan haraganas.

Voló sobre el río, y vio los faroles colgando del mástil de los barcos. Voló sobre el Ghetto, y vio a los viejos judíos regateando y pesando monedas en balanzas de cobre. Llegó a la casa humilde y miró por la ventana. El niño tosía afiebrado en la cama, su madre se había quedado dormida, estaba tan cansada.

Saltó dentro de la habitación y dejó el rubí sobre la mesa, junto al dedal de la mujer. Luego voló con suavidad alrededor de la cama, rozando la frente del niño con sus alas.

—Me siento fresco —dijo el niño—. Debo estar curándome.

Y se sumió en un sueño delicioso.

Entonces, la golondrina voló de regreso junto al Príncipe Feliz, y le contó lo que había hecho.

—Es curioso —explicó—, pero siento calor ahora, aun cuando hace frío.

—Eso es porque has hecho una buena acción —respondió el Príncipe.

La pequeña golondrina se quedó pensando hasta dormirse. Pensar siempre le daba sueño.

Cuando salió el sol, voló hacia el río y se baño.

—Qué fenómeno notable —dijo el Profesor de Ornitología cuando cruzaba el puente—. ¡Una golondrina en invierno!

Y escribió una carta extensa acerca de su observación al periódico local. Todos hablaban de aquella carta: estaba tan llena de palabras que no podían entender.

—Esta noche me voy a Egipto —dijo la golondrina, entusiasmada con su partida. Visitó todos los monumentos públicos y se sentó largo rato en lo alto del campanario de la iglesia. Dondequiera que fuera, los gorriones piaban y hablaban de ella.

—¡Qué personaje distinguido! —se decían unas a otras. La golondrina disfrutaba aquel momento. Cuando apareció la luna, regresó junto al Príncipe Feliz.

—¿Tiene alguna orden para que cumpla en Egipto? —preguntó—. Recién empiezo.

—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —respondió el Príncipe—. ¿No te quedarás conmigo una noche más?

—Me esperan en Egipto —explicó ella—. Mañana mis amigas seguirán camino hasta la Segunda Catarata. Allí se oculta el hipopótamo entre los juncos, y el dios Memnon está sentado sobre un majestuoso trono de granito. Observa las estrellas durante la noche y cuando la estrella de la mañana brilla, lanza un grito de alegría y luego se queda en silencio. Por las tardes los leones dorados se acercan a la orilla a beber agua. Sus ojos son como esmeraldas verdes, y sus rugidos son más fuertes que los de las cataratas.

—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —rogó el Príncipe—, a lo lejos, del otro lado de la ciudad, veo un hombre joven en una buhardilla. Está reclinado sobre un escritorio repleto de papeles y, en un cuenco junto a él, hay un ramo de violetas marchitas. Tiene pelo castaño y enrulado, sus labios son rojos como granada y tiene ojos grandes y soñadores. Está intentando terminar una obra para el Director del Teatro, pero tiene demasiado frío para seguir escribiendo. No hay fuego en su hoguera, y se ha desmayado del hambre.

—Me quedaré contigo una noche más —dijo la golondrina, que tenía un gran corazón—. ¿Le llevo otro rubí?

—¡Ah! Ya no tengo rubíes —respondió el Príncipe—. Mis ojos son todo lo que me queda. Están hechos de zafiros únicos. Los trajeron de la India hace mil años. Arranca uno y llévaselo. Se lo venderá al joyero para comprar comida y leña. Así podrá terminar su obra.

—Querido Príncipe —lloró la golondrina—, no puedo hacer eso.

—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina. ¡Has como te ordeno!

Entonces la golondrina tomó el ojo del príncipe y se fue volando hacia la buhardilla del estudiante. Era bastante fácil entrar ya que había un agujero en el techo. Por él se escabulló dentro del cuarto. El joven tenía la cara enterrada en sus manos, por lo que no escuchó el sonido de las alas del ave. Cuando levantó la vista, encontró el magnífico zafiro sobre las violetas marchitas.

—Comienzo a ser reconocido —exclamó—. Esto debe ser regalo de algún admirador. Ahora podré terminar mi obra —y estaba feliz.

Al día siguiente, la golondrina voló hacia el puerto. Se posó sobre el mástil de una gran embarcación y observó a los marineros que subían cajones enormes de la bodega con cuerdas.

—¡Tiren! —gritaban cada vez que subían un cajón.

—¡Me voy a Egipto! —gritó la golondrina, aunque a nadie le importó.

Cuando salió la luna, regresó junto al Príncipe Feliz.

—Vengo a despedirme —le dijo.

—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina —respondió el Príncipe—. ¿No te quedarás conmigo una noche más?

—Es invierno —explicó ella— y pronto empezará a nevar. En Egipto el sol calienta las palmeras verdes. Los cocodrilos yacen en el barro y miran perezosos a su alrededor. Mis compañeras están armando sus nidos en el templo de Baalbec. Las tórtolas rosadas y blancas las observan y se arrullan. Querido Príncipe, debo dejarte, pero nunca te olvidaré. La próxima primavera te traeré dos hermosas joyas para reemplazar las que regalaste. El rubí será de un rojo más intenso que el de una rosa, y el zafiro será tan azul como el océano.

—Allá abajo, en la plaza —dijo el Príncipe— hay una pequeña vendedora de fósforos. Se le cayeron por al arroyo y se le estropearon. Su padre la golpeará si no lleva dinero a su casa. No tiene zapatos, ni medias, ni nada con que cubrir su cabecita. Toma mi otro ojo y dáselo para que su padre no la golpee.

—Me quedaré contigo una noche más —concedió la golondrina—, pero no puedo sacarte el ojo. Te quedarías ciego.

—Golondrina, golondrina, pequeña golondrina. Has lo que te digo —ordenó el Príncipe.

Entones arrancó el otro ojo del Príncipe y se marchó con él. Se lanzó en picada hacia la niña y dejó caer la joya sobre la palma de su mano.

—¡Qué trozo de cristal tan hermoso! —gritó. Y corrió riendo a casa.

La golondrina volvió junto al Príncipe.

—Ahora eres ciego —le dijo—, así que me quedaré contigo para siempre.

—No, pequeña golondrina —respondió el pobre Príncipe—. Debes irte a Egipto.

—Me quedaré contigo —insistió ella, y durmió a los pies del Príncipe.

Al día siguiente, se sentó sobre el hombro del Príncipe y le contó historias acerca de las tierras lejanas que había visitado. Le habló de los ibis colorados, que se paran en filas largas sobre los bancos del Nilo para atrapar peces con el pico. Le habló de la esfinge que es tan antigua como el mundo, que vive en el desierto y lo sabe todo; de los mercaderes, que caminan al paso de sus camellos, llevando en las manos infinidad de cuentas de ámbar. Le habló del Rey de Las Montañas de la Luna, negro como el ébano y adorador de un enorme cristal. Le habló de la gran serpiente verde, que duerme en una palmera y que es alimentada con tortas dulces por veinte monjes; de los pigmeos que navegan sobre enormes hojas planas y que están siempre en guerra con las mariposas.

—Querida golondrina —acotó el Príncipe—, me hablas de cosas maravillosas, pero no hay nada más increíble que el sufrimiento del hombre. No hay Misterio más grande que la Miseria. Vuela sobre mi ciudad y dime lo que ves.

La golondrina voló sobre la ciudad. Vio a los ricos festejando en sus casas lujosas mientras mendigos se sentaban en sus puertas. Voló por callejuelas oscuras y vio las caras blancas de niños hambrientos mirando hacia las calles negras. Debajo de un puente, dos niños dormían abrazados para mantenerse calientes.

—¡Qué hambre tenemos! —exclamaban.

—No pueden quedarse aquí —gritó el guardia.

Y se adentraron en la lluvia.

Voló de regreso y contó al Príncipe lo que había visto.

—Estoy cubierto de oro valioso —dijo él—. Debes sacarlo, lámina por lámina, y darlo a mis pobres; los vivos creen que el oro puede hacerlos felices.

La golondrina arrancó lámina por lámina, hasta que el Príncipe Feliz se volvió opaco y gris, y las repartió todas entre los pobres. Las caras de los niños tomaron color, los pequeños rieron y jugaron en las calles.

—¡Ahora tenemos para comer! —gritaban.

Llegó la nieve, y luego la helada. Las calles parecían de plata, eran tan brillantes y relucientes. Largas estalagmitas colgaban como dagas de cristal de los aleros de las casas. Todos salían envueltos en pieles, y los niños llevaban gorros escarlata y patinaban sobre el hielo.

La pobre golondrina sentía cada vez más frío, pero no podía abandonar al Príncipe: lo quería demasiado. Juntaba migas de la puerta de la panadería, cuando el panadero no la veía, y trataba de mantener el calor agitando sus alas.

Pero supo que moriría. Sólo le quedaban fuerzas para volar hasta el hombro del Príncipe.

—Adiós, querido Príncipe —murmuró—. ¿Puedo besarte la mano?

—Me alegra que al fin te vayas a Egipto, pequeña golondrina —dijo el Príncipe—, te has quedado demasiado tiempo. Pero debes besarme en los labios, porque te amo.

—No es a Egipto que me voy —respondió la golondrina—. Me voy al Hogar de la Muerte. La muerte es hermana del sueño, ¿verdad?

Besó al Príncipe Feliz en los labios y cayó muerta a sus pies.

En ese preciso momento se oyó un crujido extraño proveniente del interior de la estatua, como si algo se hubiera roto. En efecto, el corazón de plomo se había quebrado en dos. Aquella era, sin duda, una helada muy fuerte.

Temprano por la mañana, el Alcalde caminaba por la plaza en compañía de los concejales del pueblo. Cuando llegaron a la columna miró la estatua.

—¡Por Dios! ¡Qué abandonado está el Príncipe Feliz! —dijo.

—¡Qué abandonado, realmente! —asintió el consejero, que estaba siempre de acuerdo con lo que dijera el Alcalde

Subieron para observarlo.

—El rubí se ha caído de la espada, no tiene ojos y ya no es de oro —continuó el Alcalde. Parece casi un pordiosero.

—Casi un pordiosero —repitieron los concejales.

—¡Y hay un pájaro muerto a sus pies! Debemos redactar una ley que prohíba a los pájaros morir aquí —y el secretario tomó nota de la sugerencia.

Así que bajaron la estatua del Príncipe Feliz.

—Como ya no es bella, no sirve —declaró el Profesor de Arte de la Universidad.

Entonces fundieron la estatua en un horno y el Alcalde convocó una reunión para decidir qué hacer con el metal.

—Debemos tener otra estatua, desde luego —dijo—. Y será una estatua mía.

—¡Mía! —replicó cada uno de los concejales del pueblo, y se pelearon. La última vez que oí de ellos, todavía seguían peleando.

—¡Qué cosa rara! —exclamó el Capataz de la fundición—. Este corazón partido no se derrite en los hornos. Vamos a tener que tirarlo.

Y lo tiraron en un basural, donde habían tirado también el cuerpo de la golondrina.

—Tráeme las dos cosas más valiosas del pueblo —pidió Dios a uno de sus ángeles.

El ángel llevó el corazón de plomo y el pájaro muerto.

—Has elegido bien —dijo Dios— porque, en mi Jardín del Paraíso, cantará por siempre este pequeño pájaro y, en mi Ciudad de Oro, el Príncipe Feliz pronunciará mis alabanzas.


Autor: Oscar Wilde

Fernando y las cosas que deberias llevar a un asado.

Organizando un asado con amigos, el señor @fer200003 nos dejo estas bonitas instrucciones que paso a transcribirles:




Faltando una semana para el gran evento es oportuno destacar los materiales y herramientas necesarias para el buen desarrollo de un asado en parque sarmiento. En consecuencia paso a detallar los mismos:

ELEMENTOS COMUNES A LA CAUSA
-PARRILLA PORTÁTIL
-CUCHILLO DE CARNICERO ASESINO O CON CARACTERÍSTICAS SIMILARES(preferentemente limpio)
-UN DETERGENTE
-DIARIO(del día o no, no importa)
-LA COSA PARA CLAVAR LOS CHORIZOS(una cajeta no, sino el elemento que sirve para acomodarlos juntitos en la parrilla)OPCIONAL
-MAZO DE CARTAS
-UNA PELOTA (FÚTBOL O SIMILAR)

ELEMENTOS INDIVIDUALES:
-TABLITA O PLATO(EL QUE LLEVA PLATO ES MARICÓN)
-CUCHILLO Y TENEDOR
-REPASADOR (TRAPO REJILLA TAMBIÉN ES VALIDO)
-VASO(SI ES METÁLICO MEJOR PORQUE NO FALTA EL BOLUDO QUE HACE MIERDA EL VASO ARRUINANDO LA JORNADA CON UN TROZO DE VIDRIO EN ALGUNA ARTERIA)
-PRESERVATIVOS(SIN USO, O DEBIDAMENTE HIGIENIZADOS)
-TROLAS(DEBIDAMENTE HIGIENIZADAS)
-BOLSITA DE NYLON PARA CARGAR LA COMIDA PARA EL DUKE
-DROGA(DADO QUE NO TODOS CUENTAN CON LAS MISMAS POSIBILIDADES EL QUE LLEVA DEBERÁ HACERLO PARA EL RESTO DE SUS COMPAÑERITOS)

IMPORTANTE: NO SE OLVIDEN DE LLEVAR LOS $50 Y AUTORIZACIÓN FIRMADA POR PADRE/MADRE/TUTOR LEGAL. TODOS AQUELLOS QUE AL DÍA SÁBADO NO HAYAN ENTREGADO APTO FÍSICO NO PODRÁN REALIZAR DEPORTES.

No juzgues a las personas

Era el inicio del año escolar, dentro del salón de clases se encontraba la maestra al frente de sus alumnos de 5to Grado. En la fila de adelante hundido en su asiento estaba un niño de nombre Pedro a quien la maestra conocía desde el año anterior.
Sabía que no jugaba bien con los otros niños, que su ropa estaba desaliñada y que frecuentemente necesitaba un baño. Con el paso del tiempo la relación entre ellos se volvió incómoda, al grado que ella sentía gusto al marcar sus tareas con grandes taches en color rojo.
Un día al revisar los expedientes de sus alumnos se llevo una gran sorpresa al descubrir los comentarios de los anteriores profesores de Pedro. “Es un niño brillante con una sonrisa espontánea, hace sus deberes limpiamente y tiene buenos modales; es un deleite tenerlo cerca". "Pedro es un excelente alumno, apreciado por sus compañeros pero tiene problemas, su madre tiene una enfermedad incurable y su vida en casa debe ser una constante lucha". Otro maestro escribió: "La muerte de su madre ha sido dura para él, trata de hacer su máximo esfuerzo, pero su padre no muestra mucho interés”.Y por último: “Pedro es descuidado, no tiene amigos y en ocasiones se duerme en clase".
La maestra se dio cuenta del problema y se sintió apenada, más aún cuando al llegar Navidad, todos los alumnos le llevaron regalos envueltos en papeles brillantes y hermosos listones, excepto el de Pedro que estaba torpemente envuelto en papel de una bolsa del súper.Algunos niños rieron; la maestra encontró un viejo brazalete de piedras y la cuarta parte de un frasco de perfume, minimizando la risa de los niños al exclamar ¡Que brazalete tan bonito, Pedro! poniéndoselo y rociando un poco de perfume en la muñeca.
Pedro se acercó y le dijo: “Maestra, hoy usted huele como mi mamá".Ella lo abrazó y lloró.
A medida que trabajaban juntos, la maestra percibió que a Pedro, mientras más lo motivaba, mejor respondía, al final del año era uno de los niños más listos de la clase, volviéndose su consentido. Ambos se adoraban.
Un año después, encontró una nota de Pedro que decía “Usted es la mejor maestra que he tenido en toda mi vida”. Cuatro años después, recibió otra carta, diciéndole que pronto se graduaría de la Universidad con los máximos honores. Y le aseguro que era la mejor maestra que había tenido en su vida. Pasaron otros cuatro años y llego otra carta, esta vez le explicó que después de haber recibido su título universitario, él decidió estudiar más y que ella era la mejor. Solo que ahora su nombre era mas largo y la carta estaba firmada por el Cardiólogo Pedro Alonso.
El tiempo siguió su marcha y en una carta posterior, Pedro le decía que había conocido a una chica y que se iba a casar. Explicó que su padre había muerto hacia dos años y él preguntaba si ella accedería a sentarse en el lugar que normalmente esta reservado para la mamá del novio.Por supuesto, la maestra aceptó.
El día de la boda lució aquel brazalete con varias piedras faltantes y se aseguró de usar el mismo perfume, con el que Pedro recordaba el calor de su mamá. Se abrazaron y él susurró al oído de su maestra preferida, "Gracias, gracias por creer en mí. ¡Muchas gracias! por hacerme sentir importante y por enseñarme que yo podía hacer la diferencia". ¡Gracias maestra.

El regalo que no se ve.

Hace tiempo, un hombre castigó a su hija de tres años por desperdiciar un rollo de papel dorado para envolver regalos. El dinero venía escaso en esos días, por eso explotó de furia cuando vio a la pequeña tratando de envolver una caja.

A la mañana siguiente, la niña regaló a su padre la cajita envuelta y le dijo: "Esto es para ti, papi". Él se sintió avergonzado, pero cuando abrió el paquete y lo encontró vacío, gritó con ira: "¿Acaso no sabes que cuando se hace un regalo se supone que debe haber algo dentro?".

La pequeña miró hacia arriba y, con lágrimas en los ojos, dijo: "¡Pero, papá, no está vacía!. ¡Yo metí besos para ti!".

El padre se sitió muy mal, abrazó a su hija y le suplicó que le perdonara.

Dicen que el hombre guardó ese regalo dorado cerca de su cama durante muchos años, y que siempre que se derrumbaba, tomaba de ella un beso y recordaba el amor que su hija había depositado dentro.

EL BRAZO

EL BRAZO

STEPHEN KING

<>, contó Stella Flanders a sus bisnietos durante el último verano de su vida, el verano antes de que empezara a ver fantasmas. Los niños la miraban con ojos expectantes, silenciosos, y su hijo Alden se volvió en el banco del porche donde estaba sentado, tallando. Era domingo y Alden no sacaba la barca en domingos por alto que estuviera el precio de la langosta.

-¿Qué quieres decir, abuela? –preguntó Tommy, pero la anciana no contestó; siguió sentada en su mecedora junto a la estufa apagada, con las zapatillas golpeando plácidamente en el suelo.

-¿Qué quiere decir? –preguntó Tommy a su madre.

Lois se limitó a mover la cabeza, sonrió, y los mandó a recoger bayas.

Stella pensó: Se le ha olvidado ¿O acaso lo había sabido?

El brazo había sido más ancho en aquellos días.

Si alguien podía estar enterado, esa persona era Stella Flanders. Había nacido en 1884, era la más antigua residente de Goat Island, y nunca, ni una sola vez en su vida, había estado en el continente.

¿Amas? Esta pregunta había empezado a obsesionarla y ni siquiera sabía lo que significaba.

Y llegó el otoño, un otoño frío sin la lluvia necesaria para que los árboles adquirieran un color bonito, ni en Goat, ni en Racon Head al otro lado del Brazo. Aquel otoño, el viento sopló con notas largas y heladas, y Stella sintió resonar cada nota en su corazón.

El 19 de Noviembre, cuando los primeros copos empezaron a caer de un cielo plomizo, Stella celebró su cumpleaños. La mayor parte del pueblo vino a verla. Hattie Stoddard, cuya madre había muerto de pleuresía en 1954 y cuyo padre se había perdido en el Dancer en 1941, también la visitó. Vinieron Richard y Mary Dedge, Richard andando despacio, con su bastón, caminillo arriba, invadido por la artritis como por un pasajero invisible. Naturalmente, Sarah Havelock también; la madre de Sarah, Annabelle, había sido la mejor amiga de Stella. Habían ido juntas a la escuela de la isla, desde el primer curso al octavo, y Annabelle se había casado con Tommy Frane, que le tiraba del pelo en clase de quinto y le hacía llorar, así como Stella se había casado con Bill Flanders, que una vez le tiró todos los libros al barro (pero ella había conseguido no llorar). Ahora, tanto Anabelle como Tommy, habían desaparecido y Sarah era la única, de sus siete hijos, que quedaba aún en la isla. Su marido, George Havelock, conocido por todo el mundo como Big George, había muerto de una muerte horrenda en el continente, en 1967, el año que no hubo pesca. Un hacha había resbalado en manos de George, se había derramado sangre -¡demasiada!-, y tres días después hubo un funeral en la isla. Y cuando llegó Sarah a la fiesta de Stella y gritó: <<¡Feliz cumpleaños, abuela!>> Stella la abrazó con fuerza y cerró los ojos.

(¿Amas?)

Pero no lloró.

Hubo un enorme pastel de cumpleaños. Hatti lo había hecho con la ayuda de su mejor amiga, Vera Spruce. Todos los reunidos cantaron ¡Cumpleaños Feliz! En un coro bastante fuerte para ahogar al viento, al menos por un momento. Incluso Alden cantó, que en el curso normal de la vida sólo cantaba Adelante soldados de Cristo y el Gloria, en la iglesia, y pronunciaba las palabras como todos los demás pero con la cabeza gacha y sus grandes orejas enrojecidas. En el pastel de Stella había noventa y cinco velas, e incluso oía el viento por encima de la canción, aunque su oído ya no era el de antes.

Le pareció que el viento la llamaba por su nombre.

<>, hubiera contado a los niños de Lois, de haber podido. <>>

Y ello dirían: <<¿Qué, abuela? ¿Qué recuerdas?>>

¿Cómo les contestaría? ¿Acaso había más?

El primer día de invierno, un mes o así después del cumpleaños, Stella abrió la puerta trasera para recoger leña y descubrió a un gorrión muerto en el umbral. Se agachó cuidadosamente, lo levantó por una pata y lo contempló.

-Helado –dictaminó, y algo en su interior pronunció otra palabra. Hacía cuarenta años que no veía un pájaro helado, desde 1938. El año en que el brazo se heló.

Estremecida, se ciñó más el abrigo y tiró el gorrión muerto al viejo incinerador oxidado. Era un día frío. El cielo era de un azul limpio y profundo. En la noche de su cumpleaños cayeron doce centímetros de nieve, y desde entonces no había vuelto a nevar.

-No tardará mucho –dijo Larry McKeen, en la tienda de Goat Island, como si desafiara al invierno a mantenerse alejado.

Stella llegó al montón de leña, cogió una brazada y la llevó a la casa. Su sombra, nítida y bien recortada, la seguía.

Al llegar a la puerta trasera, donde había caído el gorrión, Bill le habló... pero el cáncer se había llevado a Bill hacía doce años.

-Stella –dijo Bill, y vio su sombra caer junto a ella, más larga pero igualmente recortada, a la sombra de la visera, inclinada coquetamente a un lado, como siempre la había llevado.

Stella sintió que un grito se le helaba en la gartanga.

-Stella –volvió a decirle- ¿cuándo vas a venir al continente? Pediremos el viejo Ford de Norm Jolley y bajaremos a Bean’s en Freeport para echar una cana al aire. ¿Qué te parece?

Se volvió bruscamente, dejando casi caer la leña, pero allí no había nadie. Sólo el patio trasero que bajaba por la ladera, luego la hierba salvaje, y más allá, al borde de todo, claro y magnífico, el Brazo... y más allá el continente.

<>. Podía haber preguntado Lona... aunque nunca lo había hecho. Y ella habría dado la respuesta que cualquier pescador sabía de memoria: <>, dándoles pasteles de melaza y té caliente y muy azucarado. <>

<<¿Abuela? –diría Lona-. ¿Cómo es que nunca has cruzado el Brazo?>>

<>

En enero, dos meses después de la fiesta de cumpleaños, el Brazo se heló por primera vez desde 1938. La radio advirtió a los isleños y a los del continente que desconfiaran del hielo, pero Steve McClelland y Russel Bowie cogieron el patín especial de Steve después de una larga tarde dedicada a beber vino de Apple Zapple, y claro, el patín se hundió en el Brazo. Steve consiguió salvarse (aunque perdió un pie por congelación). El Brazo se quedó con Russel Bowie y se lo llevó.

En aquel 25 de enero hubo un funeral para Russel, Stella fue con su hijo Alden y éste pronunció las palabras de los himnos y cantó con su potente voz desafinada, antes de la bendición. Después, Stella se sentó, con Sarah Havelock, Hattie Stoddard y Vera Spruce al calor del fuego de leña de los bajos del ayuntamiento. Se celebraba una fiesta en memoria de Russell, en la que se servía ponche y unos pequeños bocadillos de queso de crema cortados en triángulos. Naturalmente, los hombres entraban y salían en busca de algo más fuerte que el ponche. La flamante viuda de Russel Bowie estaba sentada con los ojos enrojecidos y todavía impresionada al lado de Ewel McCracken, el capellán. Estaba embarazada de siete meses (sería el quinto), y Stella, medio adormilada al calor del fuego, pensó: No tardará en cruzar el Brazo. Se trasladará a Freeport o Lewiston y se pondrá a trabajar de camarera.

Miró alrededor, a Vera y Hattie, para enterarse de qué se hablaba.

-No, no me he enterado –decía Hattie-. ¿Qué dijo Freddy?

Estaban hablando de Freddy Dinsmore, el más viejo de la isla (dos años más joven que yo, pensó Stella, con cierta satisfacción), que había vendido su tienda a Larry McKeen en 1960 y que ahora vivía de su renta.

-Dijo que nunca había visto un invierno semejante –aclaró Vera sacando su labor de punto-. Dice que mucha gente enfermará.

Sarah Havelock miró a Stella, y le preguntó si recordaba otro invierno como aquél. No había vuelto a nevar desde aquel entonces; la tierra estaba tiesa, desnuda y oscura. El día antes, Stella había caminado unos pasos por el campo que había detrás, y la hierba que crecía allí se había partido con un ruido seco, como si se rompiera vidrio.

-No –contestó Stella-. El Brazo se heló en el treinta y ocho, pero fue un año de nieve. ¿Te acuerdas de Bull Symes, Hattie?

Hattie se echó a reír.

-Creo que todavía conservo el cardenal que me dejó en las posaderas en la fiesta de Año Nuevo del cincuenta y tres. ¡Vaya pellizco que me dio! Nunca supe por qué lo hizo.

-Lo hizo porque Bull y mi propio hombre cruzaron aquel año el Brazo a pie para ir al continente –explicó Stella-. Fue en febrero de 1938. Se calzaron zapatos de nieve y anduvieron hasta Dorrit´s Tavern en Head, se bebieron un vaso de güisqui y regresaron. Me pidieron que fuera con ellos. Eran como dos chiquillos que fueran a deslizarse en un tobogán.

Todos la miraban, asombrados. Incluso Vera la contemplaba con ojos muy abiertos, y Vera seguro que había oído la historia antes. Si uno iba a creer lo que se decía, Bull y Vera habían jugado a parejas, tiempo atrás, aunque resultaba difícil, mirándola ahora, creer que Vera había sido tan joven.

-¿Y no fuiste? –preguntó Sarah, viendo quizá el alcance del Brazo en su imaginación, tan blanco que casi parecía azul bajo el helado sol invernal, el brillo de los cristales de nieve, el continente cercano, Stella cruzando el Brazo, sí, cruzando por encima del océano como Jesús al bajar de la barca de los pescadores, saliendo de la isla por primera y única vez en la vida a pie...

-No –respondió Stella. De pronto deseó haber traído su propia labor de punto-. No fui con ellos.

-¿Por qué no? –insistió Hattie, casi indignada.

-Era el día de la colada –dijo secamente Stella, y en aquel momento Missy Bowie, la viuda de Russell prorrumpió en sollozos fuertes como rebuznos. Stella miró hacia ella y vio allí sentado a Bill Flanders, con su chaquetón a cuadros rojos y negros, la gorra ladeada, fumando un Herbert Tareyton, con otro sobre la oreja, para después. Sintió que el corazón le daba un vuelco y casi se ahogó en sus latidos.

Se le escapó un gemido, pero un leño crepitó en el hogar, y ninguna de las mujeres lo oyó.

-Pobrecilla –la compadeció Sarah.

-Se ha librado de ese zángano –masculló Hattie. Rebuscó en las negras profundidades de la verdad todo lo concerniente a Russel Bowie y lo encontró-. No era más que un vagabundo. Por lo menos se ha librado de esa carga.

Stella apenas oyó lo que decían. Allí seguía Bill, sentado, lo bastante cerca del reverendo MacCraken para pellizcarle la nariz; no parecía mayor de cuarenta, con las patas de gallo apenas marcadas bajo los hundidos ojos, con los pantalones de franela y las botas de goma, con los calcetines de lana gris doblados sobre la parte alta.

-Te esperamos, Stel –le dijo-. Cruza con nosotros y verás el continente. Ese año no necesitarás botas de nieve.

Y seguía sentado allí en los bajos del ayuntamiento, tan grande como era Bill, y luego otro leño crepitó y él desapareció. Y el reverendo MacCraken siguió consolando a Missy Bowie como si nada hubiera ocurrido.

Aquella noche, Vera telefoneó a Annie Phillips y en el curso de la conversación mencionó que Stella Flanders no parecía estar nada bien.

-Alden tendría un trabajo ímprobo para sacarla de la isla si cayera enferma –comentó Annie.

A Annie le gustaba Alden porque su propio hijo Tobby le había dicho que Alden no bebía nada más fuerte que cerveza. Annie era una tenaz detractora del alcohol.

-No podría sacarla a menos que estuviera en coma –dijo Vera-. Cuando Stella dice <>, Alden da un salto. Alden es muy corto, ¿sabes? Stella lo domina.

-¿Ah, sí? –murmuró Annie.

En ese momento se oyó un chasquido metálico en la línea. Vera pudo oír a Annie Phillips unos segundos más... no las palabras, sino el sonido de su voz que seguía hablando entre chasquidos, y después nada más. El viento había soplado con fuerza y las líneas telefónicas se habían caído, quizá por Godlin’s Pond o a lo mejor en Borrow’s Cove, donde entraban en el Brazo, forradas de goma- también era posible que se hubieran caído al otro lado, en Head... y algunos podían incluso decir (sólo en broma, claro) que Rusell Bowie había sacado una mano helada y partido el cable, por hacer algo.

A pocos metros de distancia, Stella Flanders descansaba bajo su colcha de retales y escuchaba los ronquidos de Alden en la otra habitación. Escuchaba a Alden para no tener que escuchar el viento... pero seguía oyéndolo, oh sí, el viento que llegaba a través de la extensión helada del Brazo, algo más de un kilómetro de agua ahora cubierta por una placa de hielo, hielo con langostas por debajo, y meros, y quizá el cuerpo retorcido y bailarín de Russell Bowie, que solía ir cada mes de abril con su vieja motosierra Rogers a trabajarle el jardín.

¿Quién me trabajará la tierra, este abril?, se preguntó mientras estaba aterida bajo su colcha de retales. Y como en un sueño, oyó que su voz contestaba a su voz: ¿Amas? El viento arreció y sacudió la ventana. Parecía como si la ventana le hablar,a pero volvió la cara para no oír las palabras. Y no lloró.

-Pero, abuela –insistiría Lona (ésa no se daba por vencida, era como su madre, y su abuela antes que ella)-, todavía no me has dicho por qué nunca cruzaste el Brazo.

-Porque, niña, siempre he tenido todo cuanto quería aquí, en Goat.

-¡Pero es tan pequeño! Nosotros vivimos en Pórtland. ¡Hay autobuses, abuela!

-Veo en la televisión todo lo que ocurre en las ciudades. Creo que me quedaré donde estoy.

Hal era más joven, pero en cierto modo más intuitivo; no insistiría como hacía su hermana, pero sus preguntas se acercarían más al fondo de la cuestión: <<¿Nunca quisiste cruzar, abuela? ¿Nunca?>>

Y ella se inclinaría hacia él y cogería sus manitas y le contaría cómo su padre y su madre habían venido a la isla poco después de casarse y cómo el abuelo de Bull Symes había tomado al padre de Stella como aprendiz en su barca. Le contaría que su madre había concebido cuatro veces, pero que uno de los niños no había llegado a buen fin y otro había muerto una semana después de nacer... habría salido de la isla si hubieran podido salvarlo en el hospital, pero naturalmente toda había terminado antes de que pudieran pensarlo.

Le contaría que Bill había ayudado a nacer a Jane, su abuela, pero no que cuando hubo terminado fue al cuarto de baño, donde vomitó y después se echó a llorar como una mujer histérica que tiene reglas especialmente dolorosas. Jane, naturalmente, había salido de la isla a los catorce años para asistir al instituto; las niñas ya no se casaban a los catorce años y cuando Stella la vio marcharse en la barca con Bradley Maxwell, cuya obligación aquel mes era llevar y traer niños, sintió en el fondo de su corazón que Jane se había ido para siempre, aunque volviera por cierto tiempo. Les contaría que Alden había llegado diez años más tarde, cuando ya no le esperábamos, y como si quisiera compensar su tardanza, allí estaba Alden, soltero de por vida, y Stella lo agradecía porque Alden no era muy inteligente y había muchas mujeres dispuestas a aprovecharse de un hombre algo retrasado y de buen corazón (aunque tampoco les diría esta última parte a los niños).

Les diría: Louis y Margaret Godlin concibieron a Stella Godlin, que después fue Stella Flanders; Bill y Stella Flanders concibieron a Jane y Alden Flanders; y Jane Flanders pasó a ser Jane Wakefield; Richard y Jane Wakefield concibieron a Lois Wakefield, que fue Lois Perrault; David y Lois Perrault concibieron a Lona y Hal. Éstos son vuestros nombres niños: sois Godlin-Flanders-Wakefield-Perrault. Vuestra sangre está en las piedras de esta isla y yo me quedo aquí porque el continente está demasiado lejos para alcanzarlo. Sí, amo: he amado, o por lo menos he tratado de amar, pero el recuerdo es tan vasto y tan profundo, y no puedo cruzar, Godlin-Flanders-Wakefield-Perrault...

Éste fue el febrero más frío en mucho tiempo, y a mediados de mes la capa de hielo del Brazo no entrañaba peligro. Los pequeños vehículos para andar por la nieve zumbaban y a veces incluso volcaban cuando tomaban mal una pendiente. Los niños trataban de patinar, pero encontraban el hielo demasiado irregular, y como no era divertido regresaron a Godlin Pond, en el lado opuesto de la colina, no antes de que el pequeño Justin McCraken, el hijo del reverendo, encallara el patín en una grieta y se rompiera el tobillo. Le llevaron al otro lado, al hospital, donde un doctor que era propietario de un Corvette le dijo:

-Hijo, vas a quedar como nuevo.

Freddy Dinsmore murió tres días después de que Justin McCraken se rompiera el tobillo. Había enfermado de gripe a últimos de enero, no quiso que le viera el médico y le dijo a todo el mundo que se trataba de <>, se metió en la cama y murió antes de que nadie pudiera llevarle al continente para que lo enchufaran en todas aquellas máquinas que tienen dispuestas para casos como el de Freddy. Su hijo George, un bebedor de primera incluso a la avanzada edad de sesenta y ocho años, encontró a Freddy con un ejemplar del Bangor Daily News en una mano y su Remington, descargado, cerca de la otra. Al parecer había pensado limpiarlo antes de morir. George Dinsmore se fue tres semanas de juerga financiada por alguien que sabía que George iba a cobrar el seguro de su viejo papá. Hatti Stoddard fue diciendo, a todo el que quería oírla, que el viejo George Dinsmore era una vergüenza, y apenas mejor que un vagabundo.

Había mucha gripe. En aquel febrero, la escuela cerró dos semanas en lugar de una porque muchos alumnos estaban enfermos.

-La nieve no trae microbios –declaró Sarah Havelock.

Casi a final de mes, cuando la gente empezaba a mirar esperanzada la insegura comodidad de marzo, Alden Flanders enfermó también de gripe. La paseó casi una semana y por fin cayó en cama con cuarenta y pico de fiebre. Lo mismo que Freddy, se negó a ver al médico, y Stella se consumió, se preocupó y sufrió. Alden no era tan viejo como Freddy, pero en mayo cumpliría sesenta.

Por fin llegó la nieve. Un palmo, el día de san Valentín, otro palmo el veinte, y dos con un fuerte viento el día bisiesto, 29 de febrero. La nieve se extendía blanca y rara entre la isla y el continente, como un prado blanco donde, desde tiempo inmemorial, sólo había habido agua turbulenta y gris en esta época del año. Varias personas fueron y volvieron andando. No eran necesarias las botas de nieve porque la nieve al helarse había formado una costra firme y brillante. También, a lo mejor, se bebían un vaso de whisky, pensó Stella, pero no en Dorrit’s. Dorrit’s había ardido de arriba abajo en 1958.

Y vio a Bill cuatro veces. Una vez le dijo:

-Deberías venir pronto, Stella. Iremos andando. ¿Qué te parece?

No pudo decirle nada. Se había metido todo el puño en la boca.

Todo lo que quería o necesitaba estaba aquí, les diría. Teníamos la radio y ahora tenemos la televisión, y con esto me basta respecto al mundo más allá del brazo. Tuve un jardín año sí, año no. ¿Y langosta? Vaya, siempre tuvimos una olla de estofado de langosta sobre los fogones y solíamos sacarla y esconderla detrás de la puerta de la despensa, cuando venía el reverendo de visita para que no viera que comíamos <>.

He conocido buen tiempo y mal tiempo, y si alguna vez me pregunté cómo sería comprar en Sears en lugar de encargar por catálogo, o entrar en uno de los supermercados que veo en la televisión en lugar de comprar en una tienda de aquí, o mandar a Alden al otro lado por algo especial como un capón para Navidad o un jamón para Pascua... o si en alguna ocasión hubiera querido todas estas cosas, después he querido esto más. No soy rara. No soy peculiar, ni siquiera excéntrica para una mujer de mis años. Mi madre solía decirme; <>, y lo creo de todo corazón. Creo que es mejor arar profundamente que en extensión.

Ésta es mi tierra y la amo.

Un día de mediados de marzo, con un cielo tan blanco y pesado como pérdida de memoria, Stella Flanders se sentó en su cocina por última vez, ajustó los cordones de las botas a sus delgadas pantorrillas por última vez, y se enroscó un chal de lana roja (un regalo de Navidad de Hattie, tres años atrás) al cuello por última vez. Debajo del traje llevaba un juego de ropa interior de Alden. La cintura de los calzoncillos le llegaba exactamente debajo de los desmañados vestigios de pechos; la camisa, hasta las rodillas.

Fuera, volvía a levantarse viento y la radio dijo que por la tarde nevaría. Se puso el abrigo y los guantes. Después de pensarlo un momento, se puso un par de guantes de Alden sobre los suyos. Alden se había recuperado de la gripe y esta mañana él y Harley Blood estaban recomponiendo y reforzando una puerta de Missy Bowie, que había dado a luz una niña. Stella la vio y la pobrecilla era igualita a su padre.

Estuvo un rato frente a la ventana, mirando el Brazo, y allí estaba Bill, como había esperado, de pie a mitad de camino entre la isla y Head, de pie sobre el Brazo lo mismo que Jesús, llamándola, diciéndole con el ademán que se estaba haciendo tarde si se proponía ir alguna vez al continente en esta vida.

-Si eso es lo que quieres, Bill –murmuró- bien sabe Dios que yo no quiero.

Pero el viento dijo otras palabras. Quería ir. Quería disfrutar de aquella aventura. Había sido un mal invierno para ella. La artritis, que iba y venía con irregularidad, había vuelto con fuerza, inflamando las articulaciones de sus dedos y rodilla con fuego rojo y hielo azul. Uno de sus ojos se había apagado y veía borroso (precisamente el otro día Sarah había comentado, con cierta inquietud, que la mancha roja que estaba allí desde que Stella cumplió sesenta años o así, parecía crecer a saltos). Lo peor era que le había vuelto aquel dolor que le desgarraba el estómago, y dos mañanas atrás se había levantado a las cinco y se había arrastrado por el suelo helado hasta el cuarto de baño, donde escupió un gran coágulo de sangre en la taza del retrete. Esta mañana también había vomitado algo de mal sabor, cobrizo y espantoso.

El dolor de estómago había sido intermitente en los últimos cinco años, a veces mejor, a veces peor, y casi desde el principio temía que fuese cáncer. Se había llevado a su madre y su padre, y al padre de su madre. Ninguno de ellos había vivido más de setenta años, así que se suponía que había vencido a las estadísticas de los aseguradores.

-Comes como un caballo –le había dicho Alden, riendo, poco después de que le empezaran los dolores y de haber observado por primera vez sangre en sus deposiciones-. ¿No sabes que las viejas como tú deben comer como pajaritos?

-¡Déjame en paz o recibirás tu merecido! –respondió Stella alzando una mano hacia su canoso hijo, que se encogió, simuló miedo y gritó:

-¡No lo hagas, Má! ¡Retiro lo dicho!

Sí, había comido bien, no porque quisiera hacerlo sino porque creía (como muchos de los de su generación) que si se daba de comer al cáncer, éste te dejaba en paz. Y quizá funcionó, por lo menos una temporada: la sangre en sus deposiciones iba y venía, y hubo largos períodos en que no apareció. Alden se acostumbró a verla servirse por dos veces (o tres, cuando el dolor era especialmente fuerte), pero nunca aumentó de peso.

Ahora parecía como si el cáncer hubiera finalmente llegado a lo que los franceses llaman la pièce de rèsistance.

Fue hacia la puerta y vio el gorro del Alden, el que tenía las orejeras forradas de piel, colgado de una percha de la entrada. Se lo puso; la visera le llegaba a las canosas cejas. Después miró alrededor por última vez, para ver si se le había olvidado algo. La estufa estaba baja, y Alden había dejado otra vez el tiro demasiado abierto. Se lo decía y repetía, pero esto era algo que nunca llegaría a entender.

-Alden, cualquier invierno cuando yo no esté quemarás demasiada leña... –murmuró y abrió la estufa. Miró al interior y soltó un suspiro angustiado. Cerró de golpe y arregló el tiro con dedos temblorosos. Por un instante había visto a su vieja amiga Annabelle Frane entre las brasas. Su rostro era como en vida, hasta el lunar en la mejilla.

¿Annabelle le había guiñado el ojo?

Pensó dejar una nota a Alden explicándole a dónde había ido, pero pensó que quizá Alden lo entendería, a su aire, aunque lento.

El viento zarandeó y tuvo que volver a ponerse el gorro de Alden antes de que las ráfagas se lo quitaran, para jugar, y se lo llevaran lejos. El frío parecía encontrar cualquier resquicio para meterse dentro de ella; un frío húmedo, cargado de nieve mojada y mal intencionada, propio de marzo.

Inició el descenso hacia la orilla, cuidando de pisar la ceniza y serrín que George Dinsmore había esparcido sobre el camino. Una vez, cuando George había conseguido el empleo de conducir el arado mecánico para la villa de Raccoon Head, pero durante la galerna de 1977 se había emborrachado con whisky de centeno y se estrelló, no contra un poste, sino contra tres postes de alta tensión. Durante cinco días el Head se había quedado sin luz, Stella recordaba ahora qué raro le había parecido mirar a través del Brazo y no ver más que oscuridad. Un cuerpo se acostumbra a ver aquel pequeño conjunto de lucecitas. Ahora, George trabajaba en la isla, y como no había arados, no se metía en ningún tropiezo.

Les diría esto:

En la isla siempre cuidábamos de los nuestros. Cuando Gerd Henrieid tuvo una hemorragia en el pecho, todos economizamos en la comida para poder pagar su operación en Boston... y Gerd regresó con vida, gracias a Dios. Cuango George Dinsmore derribó aquellos postes y la compañía le puso un gravamen sobre su casa, procuramos que la compañía recibiera su dinero y Georoge tuviera un empleo que le mantuviera de cigarrillos y bebidas, ya que una vez terminada su jornada de trabajo no servía para nada más, pero mientras trabajaba lo hacía como un caballo. Esa vez se metió en el lío porque era de noche y por la noche era cuando George bebía. Su padre, por lo menos, le daba de comer. Ahora Missy Bowie tiene otro hijo. Quizá se quede y cobre la seguridad social aquí, pero es probable que no sea suficiente y necesite toda clase de ayuda. A lo mejor se irá, pero si se queda no morirá de hambre... Y escuchadme bien, Lona y Hal: si se queda podrá conservar algo de este pequeño mundo con el Brazo pequeño en un lado y el gran Brazo en el otro, algo que fácilmente perdería sirviendo desayunos en Lewiston, o donuts en Pórtland, o bebidas en el Nashville North de Bangor. Yo ya soy lo bastante vieja para no andarme por las remas respecto a lo que es aquello: una forma de vivir, de ser... un sentimiento.

También habían cuidado de los suyos de otra forma, pero de eso no quiso hablarles. Los niños no lo comprenderían, ni siquiera Lois y David, aunque Jane se había enterado de la verdad. El niño de Norman y EttieWilson había nacido mongólico, con sus piececitos torcidos hacia dentro, y su cráneo calvo lleno de bultos, con los dedos pegados como si hubiera dormido demasiado profundamente mientras nadaba en el útero de su madre; el reverendo McCraken había ido y bautizado al niño, y un día después fue Mary Dodge, que ya entonces había traído al mundo más de cien niños, y Norman se llevó a Ettie colina abajo para que viera la barca nueva de Frank Child y aunque apenas podía andar, Etti fue sin protestar, pero se paró en la puerta para mirar a Mary Dodge que estaba sentada, haciendo punto tranquilamente, junto a la cuna del niño idiota. Mary había levantado la vista y cuando sus ojos se encontraron, Ettie se echó a llorar.

<> Y cuando regresaron, una hora más tarde, el niño había fallecido de muerte dulce, y no era una suerte que el niño no hubiera sufrido. Y muchos años antes de eso, antes de la guerra, durante la Depresión, tres chiquillas habían sido atacadas al volver de la escuela, atacadas donde no podía verse la herida, y todas contaron que un hombre les ofreció mostrarles un mazo de naipes que tenía un dibujo distinto en cada carta. Les mostraría esa maravillosa baraja, des dijo el hombre, si se metían con él entre las matas, y una vez entre la maleza el hombre dijo: <> Una de las niñas era Gert Symes, que en 1978 sería votada como Profesora del Año en Mine por su trabajo en el instituto de Brunswick. Y Gert, que entonces contaba cinco años, dijo a su padre que al hombre le faltaban unos dedos en la mano. Otra de las niñas lo corroboró. La tercera no recordaba nada. Stella se acordaba de que Alden había salido un día de tormenta, aquel verano, sin decirle a dónde iba, aunque se lo preguntó. Mirando por la ventana había visto que Alden se reunía con Bull Symes al final del camino y luego se les había unido Freddy Dinsmore, y abajo, en la playa, vio a su propio marido, al que había despedido aquella mañana con la fiambrera bajo el brazo como siempre. Otros hombres se les unieron y cuando por fin se pusieron en marcha, contó una docena menos uno. El antecesor del reverendo McCraken estaba entre ellos. Y aquella noche, un individuo llamado Daniels fue encontrado al pie del cabo Slyder, donde las rocas asomaban sobre el agua como los dientes de un dragón que se ahogara con la boca abierta. Este Daniels era un tipo que George Havelock había contratado para aque le ayudara a colocar nuevas puertas en su casa y un motor nuevo en su camión Ford A. Procedía de New Hampshire y era convincente al hablar lo que le había valido otros trabajos cuando hubo terminado el de Havelock; y en la iglesia, ¡cómo cantaba! Se decía que, por lo visto, Daniels había estado paseando por Slyder’s Point y habría resbalado, cayendo hasta el fondo. Se había roto el cuello y aplastado la cabeza. Como no había nadie que le conociera, fue enterrado en la isla y el reverendo, el antecesor de McCraken, pronunció el responso en el cementerio y dijo que Daniels había sido un gran trabajador y una gran ayuda aunque le faltaran dos dedos de la mano derecha. Luego volvió a leer la bendición y el grupo que fue al cementerio regresó a los bajos del ayuntamiento, donde bebieron ponche y comieron bocadillos de queso, y Stella nunca preguntó a sus hombres a dónde habían ido aquel día en que Daniels se cayó de Slyder’s Point. Niños, les diría, siempre cuidamos de los nuestros. Teníamos que hacerlo, porque en aquellos días el Brazo era más ancho y cuando soplaba el viento y los rompientes rugían y la noche caía pronto, nos sentíamos muy pequeños... poco más que motas de polvo a los ojos de Dios. Así que era natural que nos uniéramos, unos y otros.

Juntamos nuestras manos, niños, y si alguna vez nos preguntamos por qué lo hacíamos, o si existía una cosa llamada amor, era sólo porque habíamos oído el viento y las aguas a lo largo de interminables noches de invierno, y teníamos miedo.

No, nunca sentí la necesidad de abandonar la isla, mi vida estaba aquí. El brazo, en aquellos días, era más ancho.

Stella llegó a la playa. Miró a derecha e izquierda y el viento agitó su traje como una bandera. Si hubiera habido alguien allí, habría avanzado algo más entre las rocas, aunque estaban cubiertas de hielo. Pero no había nadie y anduvo hacia el muelle, pasado el cobertizo para las barcas del viejo Symes. Llegó a la punta y permaneció allí, un momento, con la cabeza levantada y el viendo soplando entre las orejeras del gorro de Alden.

Bill estaba allí, llamándola. Detrás de él, pasado el Brazo, podía ver la iglesia del Head, con su campanario casi invisible contra el cielo blanquecino.

Con dificultad, se sentó al final del muelle y después apoyó los pies en la capa de nieve. Sus botas se hundieron un poco. Se colocó bien el gorro de Alden –el viento estaba empeñado en quitárselo- y echó a andar hacia Bill. Pensó en volver la cabeza y mirar atrás, pero no lo hizo. No creía que su corazón pudiera soportarlo.

Andaba, sus botas crujían sobre la costra de nieve y escuchaba el rumor del paso sobre el hielo. Ahora veía el Brazo extendido a ambos lado y pudo, por primera vez en su vida, leer el cartel de Stanton’s Bait & Boat sin los prismáticos de Alden. Podía ver los coches que circulaban por la calle principal de Head, y se dijo asombrada: pueden ir tan deprisa como quieren... Pórtland... Boston... Nueva York. ¡Imagínate! Y casi podía hacerlo, imaginar un camino que sencillamente avanzaba, sin tener en cuenta los límites del mundo.

Un copo de nieve pasó ante sus ojos. Otro. Un tercero. Pronto empezó a nevar ligeramente y ella anduvo a través de un mundo blanco brillante, delicioso y cambiante; vio Raccoon Head detrás de una cortina de gasa que a veces se aclaraba. Alzó la mano para volver a colocarse bien el gorro de Alden y la nieve metió la visera en sus ojos. El viento volvió a levantar remolinos de nieve y en uno de ellos vio a Carl Abersham, que se había hundido en el Dancer junto con el marido de Hattie Stoddard.

Sin embargo, muy pronto empezó a apagarse el brillo porque la nieve caía más espesa. La calle principal de Head fue apagándose, alejándose, hasta que desapareció. Durante cierto tiempo pudo distinguir la cruz que remataba el campanario y luego también se fue, como un mal sueño. Lo último en desaparecer fue el letrero amarillo y negro de Stanton’s Bait & Boat, donde también vendían aceite para motor, papel matamoscas, sandwiches italianos y Budweiser para acompañar.

Después, Stella caminó por un mundo totalmente incoloro, un sueño blanco-grisáceo de nieve. Igua lque Jesús-bajando-del-bote, pensó, y por fin volvió la cabeza para mirar atrás, a la isla, pero ahora la isla también se había ido. Podía ver la huella de sus pisadas retrocediendo, perdiendo la forma hasta que sólo podía verse la marca borrosa de los semicírculos de sus tacones... y después nada. Absolutamente nada.

Pensó: El blanco me ha cegado. Debes tener cuidado, Stella, no llegarás nunca al continente. Caminarás dando vueltas en círculos cada vez mayores hasta agotarte y morirás congelada aquí fuera.

Se acordó de Bill diciéndole que cuando uno se pierde en el bosque, hay que imaginar que la pierna del mismo lado que tu mano hábil cojea. De lo contrario la pierna hábil te haría andar en círculos sin que te dieras cuenta, hasta volver a encontrarte en el punto de partida, porque el viento y la nieve fresca borrarían las huellas mucho antes de que pudiera volver.

Iba perdiendo la sensibilidad de las manos pese a los dos pares de guantes que llevaba, y hacía rato que ya no sentía los pies. En cierto modo esto era casi un alivio. La insensibilidad cerraba, por lo menos, la voz de su rabiosa artritis.

Stella empezó a cojear, obligando a su pierna izquierda a esforzarse más. La artritis de sus rodillas no se había dormido. Su pelo blanco ondeaba tras ella. Sus labios se habían apartado de los dientes (excepto cuatro, los demás eran todavía suyos) y miraba fijamente ante sí, esperando a que aquiel letrero amarillo y negro se materializara en medio de aquella blancura flotante.

Pero no sucedió así.

Poco después, se dio cuenta de que la blancura a esplendorosa del día había empezado a transformarse en un gris uniforme. La nieve caía con más fuerza. Sus pies seguían aún plantados sobre la costra, pero ahora avanzaba a través de varios centímetros de nieve. Miró el reloj, pero se le había parado. Stella comprendió que aquella mañana se había olvidado de darle cuerda por primera vez en veinte o treinta años. ¿O acaso se había parado definitivamente? Había sido de su madre, y lo había denido que mandar, con Alden, un par de veces a Head, donde el señor Dostie se había maravillado y lo había limpiado. Su reloj, por lo menos, había ido al continente.

Cayó, por primera vez, un cuarto de hora después de empezar a observar que el día iba oscureciendo. Por un momento permaneció a gatas, pensando qué fácil sería quedarse allí, enroscarse y escuchar al viento, pero entonces la determinación que la había llevado a través de tantas dificultades se reafirmó, y se levantó con una mueca. Permaneció en pleno viento, mirando fijamente al frente, queriendo que sus ojos vieran... pero no vieron nada.

Pronto será de noche, pensó.

Bueno, se había perdido, de lo contrario ya habría llegado al continente. No obstante, no creía haberse desviado tanto que anduviera ahora paralelamente a la costa, o incluso de vuelta a Goat. Una brújula interior, en su cabeza, le murmuró que se había pasado, así que torció hacia la izquierda. Creía estar acercándose a tierra pero en realidad seguía una línea diagonal que le resultaría cara.

La brújula indicaba que girara a la derecha, pero ella no le obedecería. Por el contrario, volvió a caminar de frente, pero esta vez sin la cojera artificial. Una tos espasmódica la sacudió, y escupió sangre en la nieve.

Diez minutos más tarde, (el gris era ahora realmente oscuro y se encontraba metida en la fantasmagórica media luz de una fuerte tormenta de nieve) volvió a caer. Intentó levantarse, y por fin lo consiguió. Se quedó tambaleándose en la nieve, apenas capaz de mantenerse en pie contra el viento, sacudida por oleadas de desfallecimiento que la hacían sentirse alternativamente pesada y ligera.

Tal vez todo el ruido que tenía en los oídos no era del viento, pero fue el viento el que al fin logró arrancarle de la cabeza el gorro de Alden. Tendió la mano para agarrarlo, pero el viento lo lanzó fuera de su alcance y sólo pudo verlo un instante rodando alegremente en la gris oscuridad, como un brillante punto naranja. Cayó en la nieve, rodó, volvió a alzarse y desapareció. Ahora su cabello se agitaba libremente.

-No importa, Stella –le dijo Bill-. Puedes ponerte el mío.

Jadeó y miró la blancura que la rodeaba. Sus manos enguantadas habían subido instintivamente hacia el pecho, y sintió que unas uñas aceradas le arañaban el corazón.

No vio otra cosa que membranas de nieve que se movían... y entonces, saliendo de la garganta gris de la noche, el viento chilló como la voz de un demonio en un túnel de nieve, y apareció su marido. Al principio era sólo un conjunto de colores moviéndose en la nieve: rojo, negro, verde oscuro, verde más claro; luego esos colores se transformaron en un chaquetón de lana con un gran cuello, pantalones de franela y botas verdes. Sostenía el gorro en la mano en un gesto que parecía casi absurdamente cortesano, y el rostro era de Bill, sin las huellas del cáncer que se lo había llevado (¿sólo de eso tenía miedo?, ¿de que una sombra descarnada de su marido se le acercara, una figura de campo de concentración, con la piel brillante y tensa sobre los pómulos y los ojos hundidos en las cuencas?), y ella sintió una oleada de alivio.

-¿Bill? ¿Eres realmente tú?

-Claro.

Bill –repitió y dio un paso hacia él.

Las piernas la traicionaron y creyó que caería, que caería a través de él, porque después de todo era un fantasma, pero él la cogió en sus brazos, tan fuertes y firmes como aquellos que la levantaron para cruzar el umbral de la casa que sólo había compartido con él y con Alden esos últimos años. La sostuvo y poco después sintió que le ponía firmemente el gorro en la cabeza.

-Soy yo –dijo-. Somos todos nosotros.

Entonces ella vio a los otros saliendo de entre la nieve que el viento dispersaba a través del Brazo en la creciente oscuridad. Un grito de felicidad y de miedo se le escapó al ver a Madeleine Stoddard, la madre de Hattie con un traje azul que el viento agitaba como una campana, y cogido de su mano estaba el padre de Hattie, no un esqueleto podrido en el naufragado Dancer, sino entero y joven. Y luego, detrás de esos dos...

-¡Annabelle! –gritó-. Annabelle Frane, ¿eres tú?

Era Annabelle; incluso en aquella luz sombría, Stella reconoció el traje amarillo que Annabelle lució el día de la boda de Stella, y al esforzarse por acercarse a su querida amiga, del brazo de Bill, pensó que olía a rosas.

-¡Annabelle!

-Ya casi hemos llegado, querida –le dijo Annabelle, sosteniéndola por el otro brazo. El traje amarillo que había sido considerado atrevido en su día (pero que, por fortuna para Annabelle y alivio de todos, no demasiado escandaloso) dejaba los hombros al descubierto, pero Annabelle no parecía sentir el frío. Su cabello, de un suave caoba oscuro, ondeaba al viento-. Sólo unos pasos más.

Cogió el otro brazo de Stella y volvieron a avanzar. Otras figuras fueron saliendo de la noche nevada (porque ya había caído la noche). Stella reconoció a muchos de ellos, pero no a todos.

Tommy franse se había unido a Annabelle; el gran George Havelock, que había muerto como un perro en los bosques, andaba detrás de Bill; también estaba aquel hombre que cuidó el faro de Head durante más de veinte años y que solía ir a la isla en los campeonatos de cribbage que Freddy Dinsmore organizaba cada febrero; Stella casi podía recordar su nombre. ¡Y allí estaba el propio Freddy! Andando a su lado, solo y asombrado, iba Russell Bowie.

-Mira, Stella -dijo Bill, y ella vio una masa oscura alzándose de las tinieblas como la proa astillada de varios barcos.

No eran barcos, sino rocas escarpadas. Había llegado a Head. Había cruzado el Brazo. Oyó voces, pero no estaba segura de que hablaran:

Dame la mano, Stella...

(¿quieres?)

Dame la mano Bill...

(¡oh, ¿quieres, quieres...?)

Annabelle... Freddy... Russell... John… Ettie… Franck… dame la mano, dame la mano… la mano.

(¿amas?)

-¿Quieres darme la mano, Stella? –preguntó una voz.

Se volvió y allí estaba Bull Symes. Le sonreía afectuosamente, no obstante, sintió miedo por lo que vio en sus ojos y por un instante se apartó de él, acercándose a Bill, del otro lado.

-¿Es...?

-¿Si es la hora? –preguntó Bill-. Oh, sí, Stella, creo que sí. Pero no duele. Por lo menos, nunca lo oí decir. Eso ya pasó.

De pronto se echó a llorar –todas las lágrimas que nunca lloró- y tendió su mano a Bill.

-Sí –le dijo -, sí quiero, sí quise, si querré.

Y los muertos de Goat Island, formaron un círculo y el viento chilló alrededor, arrastrando nieve, y de ella surgió como una canción. Se alzó en el viento, y el viento se la llevó lejos. Entonces todos empezaron a cantar, como cantan los niños con sus voces finas y dulces cuando un atardecer de verano atrae la noche de verano. Cantaban, y Stella se sintió atraída hacia ellos y con ellos se fue finalmente a través del Brazo. Sintió un poco de dolor, pero no mucho; la pérdida de su virginidad había sido peor. Siguieron cantando y...

... y Alden no pudo contárselo a David y Lois, pero en el veranos siguiente a la muerte de Stella, cuando llegaron los niños para sus dos semanas anuales, se lo contó a Lona y Hal. Les contó que durante las grandes tormentas del invierno, el viento parece cantar con voces casi humanas y que a veces casi le parecía entender: <>

Pero no les dijo (¡imaginen al torpe y poco imaginativo Alden Flanders diciendo semejantes cosas en voz alta, aunque fuera a los niños!) que a veces oía ese sonido y sentía frío aún estando junto a la estufa; que entonces dejaba su talla a un lado, o la red que intentaba remendar, pensando que el viento cantaba con todas las voces de aquellos que habían muerto y se habían ido... que estaban por algún lugar del Brazo y cantaban como los niños. Le parecía oír las voces y aquellas noches a veces dormía y soñaba que cantaba la doxología, invisible e inaudible, en su propio funeral.

Hay cosas que nunca pueden contarse, y hay cosas, no precisamente secretas, que no se discuten. Encontraron a Stella congelada en el continente, un día después de que la tormenta hubiera amainado. Estaba sentada en una especie de silla natural, de roca, a unos cien metros del límite de Raccoon Head, helada, pero tan compuesta como siempre. El doctor, propietario del Corvette, dijo que estaba desconcertada. Debió de recorrer unos cinco kilómetros, y la autopsia había revelado un avanzado proceso canceroso... ¿Iba Alden a contar a David y Lois que la gorra que llevaba no era la suya? Larry McKenn lo había reconocido. También John Benson. Lo había leído en sus ojos, y supuso que ellos lo habían visto en los de él. No era tan viejo como para olvidar la gorra de su difunto padre, su aspecto y los puntos en que la visera se había roto.

<>, habría contado a los niños, si hubiera sabido cómo hacerlo. <>

La noche después de que Lona y Hal regresaran al continente, junto a sus padres, en la barca de Al Curry, con los niños de pie en la popa despidiéndose, Alden se planteó la cuestión, y lo de la gorra de su padre.

¿Cantan los muertos? ¿Aman?

Y en aquellas largas noches de soledad, son su madre Stella Flanders por fin en la tumba, a Alden le pareció que hacían ambas cosas.

STEPHEN KING