Botón, botón.

Botón, botón, de Richard Matheson


El paquete estaba junto a la puerta —una caja de cartón sellada con cinta, la dirección y sus nombres escritos a mano: Señor y Señora Lewis, 217 E. calle 37, Nueva York, Nueva York, 10016. Norma lo levantó, abrió la puerta y entró al apartamento. Apenas empezaba a oscurecer.

Después de haber puesto los trozos de cordero en la parrilla, se sentó y abrió el paquete.

Dentro de la caja de cartón había una unidad provista de un botón y sujetada a una pequeña arca de madera. Una cúpula de vidrio cubría el botón. Norma intentó levantarla pero estaba sellada. Volteó la unidad y vio un papel doblado y pegado con cinta adhesiva a la parte inferior de la caja. Lo desprendió: El señor Steward los visitará a las 8 p.m.

Norma colocó la unidad del botón a su lado, sobre el sofá. Releyó el mensaje impreso, sonriendo.

Unos minutos después regresó a la cocina para hacer la ensalada.

El timbre sonó a las ocho en punto. —Yo abro —gritó Norma desde la cocina. Arthur estaba en la sala, leyendo.

Había un hombre pequeño en la entrada. Se quitó el sombrero cuando Norma abrió la puerta. —¿Señora Lewis? —preguntó cortésmente.­

—¿Sí?

—Soy el señor Steward

—Ah, cierto. Norma reprimió una sonrisa. Ahora estaba segura de que se trataba de un truco para vender algo.

—¿Puedo pasar? —preguntó el señor Steward.

—Estoy bastante ocupada —dijo Norma—, pero le traeré su paquete. Le dio la espalda.

—¿No quiere saber lo que es?

Norma se volteó. El tono del señor Steward fue ofensivo. —No, creo que no —contestó ella.

—Podría resultar muy provechoso —le dijo.

—¿Económicamente? —lo cuestionó.

El señor Steward asintió. —Económicamente —dijo.

Norma frunció el ceño. No le gustó la actitud del hombre. —¿Qué está intentando vender? —preguntó ella.

—No estoy vendiendo nada —respondió él.

Arthur salió de la sala. —¿Pasa algo?

El señor Steward se presentó.

—Ah, el … —Arthur señaló hacia la sala y sonrió—. ¿Y qué es ese aparato, a todo esto?

—No me tomará mucho tiempo explicarlo —contestó el señor Steward—. ¿Puedo pasar?

—Si está vendiendo algo… —dijo Arthur.

El señor Steward negó con la cabeza. —No, no vendo nada.

Arthur miró a Norma. —Como quieras —le dijo ella.

Dudó un poco. —Bueno, ¿por qué no? —dijo él.

Entraron a la sala y el señor Steward se sentó en la silla de Norma. Metió la mano en el bolsillo de dentro de su abrigo y sacó un pequeño sobre sellado. —Aquí dentro hay una llave para abrir la cúpula del timbre —dijo y colocó el sobre encima de la mesa auxiliar—. El timbre está conectado a nuestra oficina.

—¿Para qué sirve? —preguntó Arthur.

—Si oprime el botón —le dijo el señor Steward— en alguna parte del mundo alguien que usted no conoce morirá. A cambio, recibirá un pago de 50.000 dólares.

Norma se quedó mirando al hombrecillo. Estaba sonriendo.

—¿De qué habla? —le preguntó Arthur.

El señor Steward pareció sorprendido. —Pero si lo acabo de explicar —dijo.

—¿Es esto una broma de mal gusto?

—De ningún modo. La oferta es completamente genuina.

—Eso que usted dice no tiene sentido —dijo Arthur—. Usted espera que creamos…

—¿A quién representa? —inquirió Norma.

El señor Steward se notó apenado. —Me temo que no estoy autorizado para revelarle eso —dijo—. Sin embargo, le aseguro que la organización es de talla internacional.

—Creo que es mejor que se vaya —dijo Arthur poniéndose de pie.

El señor Steward se levantó. —Por supuesto.

—Y llévese la unidad con usted.

—¿Está seguro de que no le interesaría pensarlo hasta mañana, quizás?

Arthur levantó la unidad del botón y el sobre y los tendió bruscamente en las manos del señor Steward. Caminó por el pasillo y abrió la puerta.

—Dejaré mi tarjeta —dijo el señor Steward. La colocó encima de la mesilla que estaba cerca de la puerta.

Cuando se había ido, Arthur rompió la tarjeta por la mitad y arrojó los pedazos sobre la mesa.

Norma permanecía sentada en el sofá. —¿Qué crees que era? —preguntó.

—No me interesa saber —contestó él.

Ella intentó sonreír pero no pudo. —¿No te da ni un poco de curiosidad?

—No —negó con la cabeza.

Después de que Arthur había retomado su libro, Norma regresó a la cocina y acabó de lavar los platos.

—¿Por qué no quieres hablar de eso? —preguntó Norma.

Los ojos de Arthur se movían constantemente mientras se cepillaba los dientes. Miraba el reflejo de Norma en el espejo del baño.

—¿No te intriga?

—Me ofende —dijo Arthur.

—Ya sé, pero —Norma colocó otro rulo en su pelo— ¿no te intriga también?

—¿Crees que es una broma de mal gusto? —preguntó ella cuando entraban a la habitación.

—Si lo es, es una broma asquerosa.

Norma se sentó en la cama y se quitó las pantuflas. —Tal vez sea algún tipo de investigación psicológica.

Arthur se encogió de hombros. —Podría ser.

—Tal vez algún millonario excéntrico la está realizando.

—Tal vez.

—¿No te gustaría saber?

Arthur negó con la cabeza.

—¿Por qué?

—Porque es inmoral —le dijo.

Norma se deslizó bajo las cobijas. —Bueno, yo creo que es intrigante —dijo. Arthur apagó la lámpara y se agachó para besarla. —Buenas noches —le dijo.

—Buenas noches —Norma le dio palmaditas en la espalda.

Norma cerró los ojos. «Cincuentamil dólares», pensó.

En la mañana, cuando iba a salir del apartamento, Norma vio las dos mitades de la tarjeta sobre la mesa. Impulsivamente, las arrojó dentro de su cartera. Cerró la puerta y alcanzó a Arthur en el ascensor.

Mientras estaba en su descanso sacó las dos partes de la tarjeta y juntó los pedazos rasgados. Solamente el nombre del señor Steward y un número telefónico estaban impresos en la tarjeta.

Después del almuerzo volvió a sacar las dos mitades y unió los bordes con cinta adhesiva. «¿Por qué estoy haciendo esto?», pensó.

Poco antes de las cinco marcó el número.

—Buenas tardes —dijo la voz del señor Steward.

Norma por poco cuelga, pero se contuvo. Aclaró la garganta.

—Habla la señora Lewis —dijo.

—Sí, señora Lewis —el señor Steward se escuchó complacido.

—Tengo curiosidad.

—Es natural —dijo el señor Steward.

—No es que crea una sola palabra de lo que nos dijo.

—Sin embargo, es la pura verdad —contestó el señor Steward.

—Bueno, como sea —Norma tragó saliva—. Cuando manifestó que alguien en el mundo moriría, ¿qué quiso decir?

—Exactamente eso —contestó—. Podría ser cualquier persona. Todo lo que garantizamos es que usted no la conoce. Y, por supuesto, que usted no tendría que verla morir.

—Por 50.000 dólares—dijo Norma.

—Es correcto.

Ella hizo un sonido de burla.

—Eso es una locura.

—Pero esa es la propuesta —dijo el señor Steward—. ¿Desea que le lleve de nuevo la unidad?

Norma se puso tensa.

—Claro que no —colgó malhumorada.

El paquete estaba junto a la puerta principal, Norma lo vio al salir del ascensor. «Bueno, ¡qué frescura!», pensó. Fijó la mirada en el paquete mientras abría la puerta. «Simplemente no lo entraré», se dijo. Entró y empezó a preparar la cena.

Más tarde, salió al pasillo principal. Abriendo la puerta, levantó el paquete y lo trasladó hasta la cocina, dejándolo sobre la mesa.

Se sentó en la sala, mirando a través de la ventana. Después de un rato, fue a la cocina para colocar las chuletas en la parrilla. Colocó el paquete en la alacena inferior. Lo tiraría en la mañana.

—Tal vez algún millonario excéntrico está jugando con la gente —dijo ella.

Arthur levantó la mirada de su plato. —No te entiendo.

—¿Qué quieres decir?

—Olvídalo —le dijo a ella.

Norma comió en silencio. De repente bajó su tenedor. —Supón que es una oferta real —dijo ella.

Arthur se quedó mirándola.

—Supón que es una oferta real.

—Está bien, supón que lo es —él se veía incrédulo—. ¿Qué querrías hacer? ¿Volver a tener el botón y oprimirlo? ¿Asesinar a alguien?”

Norma pareció disgustada. —Asesinar.

—¿Cómo lo definirías?

—¿Si ni siquiera conoces a la persona? —dijo Norma.

Arthur quedó estupefacto. —¿Estás diciendo lo que creo que estás diciendo?

—¿Si es algún viejo campesino chino a diez mil millas de distancia? ¿Algún aborigen enfermo en el Congo?

—¿Qué tal un bebé en Pennsylvania? —Arthur replicó—. ¿Alguna hermosa niña en la otra cuadra?

—Ahora estás exagerando las cosas.

— Norma, el hecho es—continuó—, no importa a quién matas sigue siendo asesinato.

—El hecho es —interrumpió Norma—, si es alguien a quien nunca has visto en la vida y a quien nunca verás, alguien de cuya muerte ni siquiera tendrás que saber aun así ¿no apretarías el botón?

Arthur se quedó mirándola, horrorizado. —¿Quieres decir que tú lo harías?

—Cincuenta mil dólares, Arthur.

—¿Qué tiene que ver la cantidad…

—Cincuenta mil dólares, Arthur —interrumpió Norma—. Una oportunidad para hacer ese viaje a Europa del que siempre hemos hablado.

—Norma, no.

—Una oportunidad para comprar esa cabaña en la isla.

—Norma, no —su cara había palidecido.

Ella se encogió de hombros. —Está bien, tranquilízate —dijo ella—. ¿Por qué te enojas tanto? Sólo estamos hablando.

Después de la cena, Arthur fue a la sala. Antes de abandonar la mesa dijo:

—Preferiría no discutirlo más, si no te importa.

Norma levantó los hombros. —Está bien.

Ella se levantó más temprano que de costumbre para preparar panqueques, huevos y tocino para el desayuno de Arthur.

—¿Qué estamos celebrando? —preguntó Arthur con una sonrisa.

—No, no se trata de ninguna celebración —Norma se mostró ofendida—. Quise hacerlo, es todo.

—Bueno —dijo él—, me alegro de que lo hayas hecho.

Ella volvió a llenar la taza de Arthur. —Quería demostrarte que no soy… —se encogió de hombros.

—¿Que no eres qué?

—Egoísta.

—¿Dije que lo eras?

—Pues —ella gesticuló vagamente—, anoche...

Arthur permaneció callado.

—Toda esa charla acerca del botón —dijo Norma—. Creo que… pues, me malinterpretaste.

—¿En qué sentido? —su voz fue cautelosa.

—Creo que pensaste —gesticuló de nuevo— que yo sólo estaba pensando en mí.

—Ah.

—No lo hacía.

—Norma…

—Pues no lo hacía. Cuando hablé de Europa, la casa en la isla…

—Norma, ¿por qué te estás involucrando tanto en esto?

—De ninguna manera lo estoy haciendo —respiró nerviosamente—. Sólo intento decir que…

—¿Qué?

—Que quisiera un viaje a Europa para nosotros. Que quisiera una cabaña en la isla para nosotros. Quisiera un apartamento mejor para nosotros, mejores muebles, mejor ropa, un auto. Me gustaría que nosotros por fin tuviéramos un bebé, a decir verdad.

—Norma, ya lo haremos —dijo él.

—¿Cuándo?

Se quedó mirándola, consternado. —Norma…

—¡¿Cuándo?!

—¿Estás… —pareció retractarse un poco—, estás diciendo en serio…?

—Estoy diciendo que probablemente lo están haciendo para un proyecto investigativo —lo interrumpió—. Que quieren saber qué haría la gente común frente a tal circunstancia, que sólo están diciendo que alguien moriría para estudiar las reacciones, para ver si hay sentimiento de culpa, ansiedad, ¡lo que sea! No crees que en realidad matarían a alguien, ¿verdad?”

Él no contestó. Ella vio que a Arthur le temblaban las manos. Después de un rato él se levantó y se fue.

Cuando se había ido a trabajar, Norma permaneció en la mesa, mirando fijamente su café. «Voy a llegar tarde», pensó. Se encogió de hombros. ¿Qué importaba?, ella debería estar en casa y no trabajando en una oficina.

Mientras acomodaba los platos, se volvió abruptamente, se secó las manos y sacó el paquete de la alacena inferior. Lo abrió y colocó la unidad del botón sobre la mesa. Se quedó mirándola un rato antes de sacar la llave del sobre y retirar la cúpula de vidrio. Fijó su mirada en el botón. «Qué ridículo», pensó. «Todo este alboroto por un botón sin importancia».

Estiró la mano y lo oprimió. «Por nosotros» —se dijo con rabia.

Se estremeció. ¿Estaría sucediendo? Un escalofrío aterrador la recorrió.

En un momento ya todo había terminado. Hizo un ruido desdeñoso. «Ridículo», pensó. «Exaltarse tanto por nada».

Tiró la unidad del botón, la cúpula y la llave a la caneca de la basura y se apresuró a vestirse para ir al trabajo. Acababa de dar vuelta a los filetes para la cena cuando sonó el teléfono. Levantó la bocina. —¿Aló?

—¿Señora Lewis?

—¿Sí?

—Este es el hospital Lenox Hill.

Se sintió irreal cuando la voz le informó del accidente en el subterráneo: los empujones de la multitud, Arthur había sido arrojado de la plataforma cuando el tren pasaba. Era consciente de que estaba negando con la cabeza pero no podía parar.

Cuando colgó, recordó la póliza de seguro de vida de Arthur por 25.000, con doble indemnización por…

— ¡No! Parecía que no podía respirar. Se incorporó con gran dificultad y caminó atontada hasta la cocina. Algo helado presionaba su cráneo mientras sacaba la unidad del botón de la caneca de la basura. No había clavos ni tornillos a la vista. No podía ver cómo estaba ensamblada.

De repente, comenzó a estrellarla contra el borde del lavaplatos, golpeándola cada vez con más violencia hasta que la madera se quebró. Separó las partes, cortándose los dedos sin darse cuenta. No había transistores en la caja, ni cables, ni tubos. La caja estaba vacía.

Se volvió con un grito ahogado cuando el teléfono sonó. Tropezándose para llegar hasta la sala, levantó la bocina.

—¿Señora Lewis? —preguntó el señor Steward.

No era su voz la que chillaba de tal manera, no podía ser. —¡Usted dijo que yo no conocería al que muriera!

—Mi querida señora —dijo el señor Steward—, ¿en verdad cree que usted conocía a su esposo?

Perro, gata, bebé.

Perro, Gata y Bebé

JOE R. LANSDALE


A Perro no le gustaba Bebé. Y, por cierto, a Perro tampoco le gusta­ba Gata. Pero Gata tenía uñas..., unas uñas afiladas.

Perro siempre había recibido atenciones y palmaditas en la cabeza.

—¡Toma, cómete esto! ¡Ay, qué bonito eres! Así, guapo. Dame la patita. ¡Siéntate! Así me gusta. Guapo.

Ahora estaba Bebé.

En realidad. Gata no había sido un problema.

Gata caía bien, pero la familia no la quería. A veces, a Gata le ha­cían carantoñas. Le daban de comer. No la maltrataban. Pero quererla de verdad, no. No del modo en que querían a Perro, antes de que Bebé llegara.

Una cosita asquerosa y rosada que lloraba.

Para Bebé eran los «ooooh» y los «aaaah». Cuando Perro trataba de acercarse a los Amos, éstos le decían:

—Fuera; ahora, no.

¿Cuándo llegaría ese «ahora»?

Para Perro nunca llegó. Ahora era siempre para Bebé. Para Perro, nada. A veces estaban tan ocupados con Bebé que pasaba todo el día antes de que le dieran de comer a Perro. A éste nunca más le han vuelto a dar cosas ricas. Ya no recuerda la última vez que le dieron una palmadita en la cabeza, o le dijeron «guapo, así me gusta».

Mal asunto. A Perro no le gusta.

Entonces, decide hacer algo.

Matar a Bebé. Así sería otra vez Perro y Gata. Ellos no quieren a Gata, y las cosas estarían bien.

Perro lo pensó. No le resultaría muy difícil despedazar a Bebé. Bebé, suave, sonrosado. Sangraría con facilidad.

A Bebé lo ponen en una cesta colgante cuando Ama sale a tender la ropa. Perro mira la cosita rosada que se mueve y piensa en despedazar­la. Piensa mucho, mucho. Y se pone tan contento de pensar que la boca se le hace agua. Perro se acerca a Bebé, y hace que ese momento tan bo­nito dure más.

Bebé ve a Perro acercarse despacio, casi arrastrándose. Bebé se echa a llorar.

Antes que Perro alcance a Bebé, Gata salta.

Gata, que estaba escondida detrás del sofá.

Gata persigue a Perro, destroza cara de Perro con dientes, con uñas. Perro sangra, intenta correr. Gata lo persigue.

Perro se vuelve para morder.

Gata hunde uña en ojo de Perro.

Perro ladra, corre.

Gata salta sobre lomo de Perro, muerde a Perro en la cabeza.

Perro trata de volver atrás y meterse en dormitorio. Gata le hunde las uñas, le clava los dientes, hace perder el equilibrio a Perro. Perro co­rre muy rápido, tan rápido como puede, se golpea contra el borde de la puerta, tropieza, cae...

Gata salta al suelo y deja a Perro.

Perro se queda quieto.

Perro no respira.

Gata sabe que Perro está muerto. Gata se lame la sangre de las uñas y de los dientes con su áspera lengua.

Gata se ha deshecho de Perro.

Gata se vuelve para mirar pasillo adelante, donde Bebé llora a gritos.

Y ahora a por el «otro».

Gata comienza a arrastrarse pasillo adelante...

Lei este relato y me impacto por lo corto y efectivo, esto es lo que me gusta del terror, ese golpe que te hace abrir los ojos de golpe.